Bajo la terca lluvia el viejo conductor rezaba frente a la animita. Hacía ya cuarenta años que todos los 20 de cada mes pasaba por donde estaba la animita en su ambulancia para persignarse, y que los 20 de julio a las tres de la madrugada se detenía a rezar un par de oraciones por el alma de quien allí había fallecido. No importaba el frío ni la lluvia, todos en el hospital sabían que el 20 de julio a las tres de la madrugada esa ambulancia y ese conductor estarían ocupados a lo menos por diez minutos, y lo respetaban. Sólo los más viejos conocían el por qué de esa costumbre.
Cuarenta y un años atrás el muchacho estaba recién estrenando su licencia profesional de conductor de ambulancias en el nuevo hospital de la ciudad. Como todo nuevo conductor debía habituarse a la máquina cero kilómetros, que tenía mucha más potencia que aquella en la cual había aprendido a manejar. Por otro lado era menester que aprendiera a diferenciar qué era una urgencia y ameritaba violar los límites de velocidad, y qué era un simple llamado de alguien asustado. Esa noche del 19 de julio había sido muy tranquila, y seguramente pasando las 12 de la noche y empezando el nuevo día la situación no cambiaría.
Faltando diez minutos para las tres el llamado de un choque en la carretera alerta a todo el hospital y lo obliga a salir lo más rápido que pudiera, pues el reporte de la policía hablaba de víctimas graves. Una vez todo el personal estuvo listo y asegurado, salió raudo a prestar la ayuda correspondiente. A las pocas cuadras de haber salido de la base un automóvil pequeño que andaba sin luces se cruzó en su camino: con la velocidad y el peso de la ambulancia, el choque lanzó lejos al pequeño auto, haciéndolo volcar, no sin antes hacer que todos los pasajeros de la ambulancia se golpearan con fuerza en su interior. Cuando se bajó a ver cómo estaban los del auto, se encontró con una joven mujer al volante que no parecía muy lastimada, y un pequeño niño a su lado con su cara llena de trozos de vidrio y sangrando profusamente. La madre le rogó que llevara rápido a su hijo al hospital, que no se preocupara de ella pues se sentía bien; el joven tomó al niño y lo llevó raudo a su base junto a los ocupantes de la ambulancia para que fueran atendidos. Cuando regresó, cerca de las cuatro de la mañana, encontró el vehículo volcado rodeado de policías, y con un cuerpo cubierto por una lona: la joven madre había muerto desangrada por una herida interna que no sintió cuando chocó, a los pocos minutos de haber volcado.
Bajo la terca lluvia el viejo conductor rezaba frente a la animita. Nunca había logrado superar la culpa de haber dejado huérfano al pequeño, ni de haber dejado abandonada a la joven madre a su suerte. Y lo que jamás se perdonaría era haber chocado y volcado el auto de su esposa por no haberse hecho el tiempo de reparar las luces quemadas...