Escondido en el cubo de cemento que llamaba hogar, a más de treinta metros de altura sobre la realidad, el amargado antisocial divagaba acerca de su enemiga la sociedad. Esa creatura humana que estaba ahí desde antes que él naciera y que se encargaba de ponerle límite a todo lo que nacía de su cuerpo, su mente y su espíritu, lo definía en ese instante en su esencia como objetivo vital. Cada acción y reacción que de su ser salían eran causa o efecto de otra acción o reacción de su enemiga. Su cuerpo estaba forjado para batallar contra las barreras físicas que su enemiga tenía diseminadas por todo el orbe. Su mente se había entrenado para superar los enigmas que entrañaba cada norma y ley que guiaba a los corderos ciegos y abúlicos que se hacían llamar personas. Su espíritu... su espíritu ya no era suyo, era parte de un corpus espiritual mayor que englobaba a todos aquellos como él, que habían despertado, que se habían sacado la venda, y que entendían que nada era lo que parecía, sino una perfecta mascarada creada para mantener en la cúspide de la pirámide del poder a los mismos de siempre.
Esa noche el amargado estaba escuchando un nuevo y poco novedoso blues, interpretado por una cantante que encantaba con su sensual voz, la misma que en el tema anterior casi lo había ensordecido con sus alaridos monocordes. Mientras se dejaba llevar por la envolvente voz y luchaba por elevarse en esos breves casi cuatro minutos de música, caía en cuenta que era cierto aquello que quienes lo rodeaban le repetían a cada rato: su amargura era una condición más que un estado. Por fin comprendía que no estaba sino que era así, que hasta los momentos alegres y afortunados de su existencia los veía a través de un velo gris; por fin aceptaba además que el problema no estaba en que no podía mover el velo, simplemente no quería. Esa voz sensual y cautivante, que hablaba de penas e infortunio, enmarcada por guitarras desgarradoras, un contrabajo pastoso, piano apagado y percusión arrítmica, lo había liberado del estigma social. Ahora era un amargado de tomo y lomo, orgulloso de su condición, y sin la necesidad de demostrarle nada a nadie. En cuanto terminó la canción que escuchaba apagó el reproductor: no quería que la siguiente canción lo hiciera cambiar de parecer.
El frío entraba por la ventana del antisocial. Pese a estar lloviendo con viento y una temperatura bastante baja, deseaba estar en contacto con la naturaleza. Encerrado en cemento y vidrio, con apenas un par de plantas en una pequeña terraza, lejos del suelo y más aún del cielo, el sentir la lluvia entrando por su ventana y mojando su alfombra y el roce del viento en su desafeitada cara le hacían sentirse cada vez más alejado de su enemiga. Cuando todos buscaban calor, él deseaba frío; cuando todos querían protegerse, él lograba exponerse; cuando muchos querían secarse, él chapoteaba y mojaba más a quienes lo rodeaban y evitaban. Era algo extraño que alguien que se definía como antisocial viviera tan inmerso en la misma sociedad que atacaba cada vez que podía en su discurso, De hecho muchos lo tildaban de inconsecuente trabajando, produciendo, gastando y financiando a su némesis; sin embargo el camino de la anarquía le parecía poco válido para él, pues en su fuero interno era más fácil atacar desde dentro que de afuera.
Con el televisor apagado, el blues sensual y desgarrador repetido infinitamente en su reproductor de música, las luces apagadas, la ventana abierta ya sin lluvia y un amargo café en su jarro favorito que lo ayudaba a ahuyentar al espíritu de los tres whiskys que había bebido previamente, había generado la atmósfera perfecta para que las ideas fluyeran, no desde su mente ni hacia su cuerpo, sino desde su alma individual hacia el corpus espiritual grupal al que pertenecía. En un principio sólo pareció un juego, una suerte de mentalización; luego se asemejó a un dogma, a una escuela de creencias compartida por los antisociales y antisistémicos. Pero hubo un momento en que su mente se logró conectar con su espíritu, y entendió racionalmente que ese corpus espiritual, esa suerte de alma colectiva sí existía, y que su espíritu era parte de ella. Por fin lograba entender, o a lo menos conocer racionalmente, esa extraña condición espiritual a la que había sido llamado a formar parte. Pero el mismo hecho de conocer de manera racional esa condición espiritual gatilló en él una desagradable reflexión: al ser su alma parte de la estructura fundacional de ese corpus espiritual, estaba formando parte de ese todo, generando y acatando normas para el bien del corpus. ¿No era eso acaso una sociedad espiritual, a la que él daba forma, vida y trascendencia temporoespacial por el solo hecho de formar parte estructural de ella? ¿Y ello no era tal vez más inconsecuente que estar dentro de la sociedad a la que tanto decía odiar? ¿O no era acaso la lucha real aquella que iba contra la sistematización de la sociedad sino más bien contra el orden social establecido? ¿Y si el orden antisocial se establecía, no cabía acaso la posibilidad que ahora ellos fueran las víctimas de los nuevos antisociales, aquellos que eran la sociedad del presente? Las paradojas empezaron a manar en su mente a una velocidad casi vertiginosa, y las dudas se apoderaron de su otrora seguridad.
Madrugada. Luego de apagar el blues eterno y quedar solo frente a la ventana, el amargado se sentía confundido, lo cual le causaba más amargura y lo reafirmaba como tal. En esos instantes le hubiera gustado poder dejar de lado su racionalidad, pues ella había sido la gatillante de su confusión; era obvio, la capacidad de razonar generaba dudas, y la resolución de esas dudas resultaban en conclusiones. Pero era ese instante intermedio, en que estaban planteadas las dudas y aún no se llegaba a las conclusiones, lo que lo atormentaba; definitivamente la incertidumbre era tanto más némesis inclusive que la sociedad. De todos modos algunas luces empezaban a iluminar esa boca de lobo generada por la falta de certezas. Lo primero y definitivamente menos importante era el error de forma: jamás debió dejar entrar a su mente al terreno espiritual. Nunca antes había olvidado que mente y espíritu eran agua y aceite, aunque algunas escuelas profesaran que la mente era la expresión física del alma, o inclusive que ambas eran una sola. Sin tener ello claro, sabía que meter raciocinio al reino del dogma siempre terminaba mal, tal como le había ocurrido en ese instante y al principio de su periplo
Alba. El sol despuntaba tímidamente entre las nubes luego de la lluvia nocturna. Una agradable sensación de frescura entraba por la ventana, mientras tomaba otro café, sin saber si era el último de la noche o el primero de la mañana. La irrupción racional dentro del corpus espiritual le había traído a la memoria su primer conflicto, el típico, el de la ruptura con los dogmas establecidos al intentar racionalizarlos, y caer en cuenta que ningún dogma puede ser racional. Pero el conflicto actual era diferente, era un conflicto dentro de la madurez que le daba el haber vivido largo tiempo cuestionando todo a su alrededor. Y en ese instante el motivo de su cuestionamiento era él mismo, el hacer algo que sabía que no debía hacer... ¿qué lo había llevado a romper su esquema? En ese instante el primer rayo de sol que logró traspasar las nubes y llegar a su cubo de cemento a treinta metros de altura por sobre la realidad pasó directamente por la ventana hacia su cerebro, y de ahí se transportó a su alma individual.
Esquemas. La respuesta era tan simple. Para romper esquemas debió diseñar esquemas de ruptura, y luego nuevos esquemas que reemplazaran a los anteriores. Racionalmente eso era correcto, pero su alma no era racional, y ella simplemente lo guiaba hacia la ruptura. Luego de años viviendo racionalmente en su realidad de esquemas rupturistas, su alma lo llevó hacia la ruptura de esa nueva estructura. Y esa ruptura lo llevó a una nueva concepción, que se parecía mucho a su némesis original; la única diferencia era que la nueva sociedad en que había entrado era espiritual y trascendía de lo físico a un plano etéreo. Su error lo había llevado a una encrucijada sin solución: si no hubiera intentado racionalizar su pertenencia al corpus espiritual nada hubiera cambiado. Pero ahora que entendía que su esencia era la ruptura, y que cada vez que rompía con algo se generaba algo nuevo que con el tiempo también debería ser roto, se sumió en la mayor amargura que jamás había sentido. Y en ese momento le dio gracias a lo que fuera que hubiera creado su alma, y entendió que había alguien infinitamente sabio que había creado al menos su esencia. Esa sabia entidad creó su alma rupturista y la dotó de la amargura suficiente para que, cuando su mente racionalizara todo se colmara de amargura, y ello lo hiciera pleno. Así, concluyó que su amargura era felicidad, y que su ruptura eterna lo haría feliz para siempre.
Escondido en el cubo de cemento que llamaba hogar, a más de treinta metros de altura sobre la realidad, el amargado antisocial divagaba acerca de su enemiga. Al terminar de divagar, ya cerca del mediodía, entendió que la sociedad no era su enemiga, sino más bien la realidad lo era. Por ello es que vivir a treinta metros de altura le permitía ver a su enemiga y vigilarla, para saber a cada momento qué intentaría hacer en su contra. Poco antes de salir de su cubo de cemento, para bajar a la realidad a comer algo, bebió el resto de whisky de la botella, no sin antes hacer un brindis al cielo.