Desde el piso veinticinco de la torre
de departamentos el ingeniero a cargo del proyecto vigilaba el
proceso de demolición a distancia. Gracias a la tecnología no tenía
que estar en el sitio del suceso, donde sólo los encargados de
instalar los explosivos y detonadores hacían algo útil: el resto se
paseaba con grandes identificaciones y radios de un lado a otro
generando una atmósfera innecesaria en el triste acto de tumbar
alguna orgullosa mole de concreto que ya no sirviera a los intereses
de los dueños, y que hubiera sido condenada a muerte para levantar a
un nuevo gigante en su lugar. El demoler era una actividad tanto o
más científica o artística que construir, pues cualquier error
podría terminar con heridos, muertos, u otra construcción dañada o
inutilizada. Cada vez que había que demoler algo, él llegaba con su
equipo de trabajo para marcar pilares y dibujar los ángulos
adecuados, para que luego los instaladores siguieran las
instrucciones dibujadas en cada piso para que quedara todo listo,
para que al momento de apretar el interruptor, el edificio cayera lo
más verticalmente posible, convirtiendo su historia de vida en un
cerro de escombros.
El ingeniero a cargo había pasado por
casi todos los trabajos posibles dentro de su profesión, y había
trabajado codo a codo con todo tipo de profesionales, técnicos y
obreros, así que eran pocos los secretos que su profesión pudiera
guardar para él. Era intereseante sentarse a pensar en el camino
recorrido y las ironías de la vida: su primer trabajo fue diseñar
la base donde iría la primera piedra de la torre más moderna de la
ciudad de ese entonces, y era esa misma torre la que ahora estaban a
punto de demoler. Parecía como si la vida quisiera avisarle que se
había cumplido una suerte de ciclo, que se inició en su vida con
esa misma torre, pues poco antes de empezar su trabajo en ella había
enviudado, a temprana edad. Eran miles los recuerdos que afloraron
cuando le dijeron que el siguiente cascarón a demoler era el primero
que ayudó a construir, más aún cuando ese inicio profesional fue
tan fuertemente marcado por el término de su alegría de vivir.
Desde el piso veinticinco de la torre
de departamentos el ingeniero a cargo del proyecto vigilaba el
proceso de demolición a distancia. El estar lejos de todos le
permitia llorar libremente en los instantes previos a la caída de la
torre, con él mirando desde el piso veinticinco del cascarón
sentenciado a muerte. Era obvio que su vida terminara con la muerte
de esa torre, si todo había partido con ella debería también
terminar con ella. Además, no quería pasar sus últimos días en la
cárcel, cuando encontraran los restos de su hijo asesinado al nacer
bajo los escombros de la primera piedra, producto de lo cual debió
también matar a su esposa.