El cancino andar de la vieja mujer a
través del campo de maíz era fiel reflejo de los años que llevaba
de vida en la tierra. Sus pasos cortos y arrastrados, y su lenta
cadencia la hacían avanzar con una lentitud exasperante para
cualquier ciudad mediana del país, pero que en su campo de maíz era
la velocidad a la que había que andar. La anciana caminaba al
parecer sin cansarse entre las plantas, que sin gran esfuerzo
duplicaban su estatura; pese a ello, parecía que su plantación
supiera quién era ella, pues a su paso los largos y duros tallos
tendían a separarse, como si un par de gruesos y poderosos brazos
antecedieran a la anciana en su marcha a través del campo de maíz.
Nadie sabía cuántos años llevaba la vieja mujer en esa plantación.
Los más jóvenes sabían de su existencia desde que tenían uso de
razón, y los más viejos no hablaban de ella, e incluso desviaban la
mirada si es que algún forastero insistía en preguntar lo que no se
debía responder.
La planicie donde estaban las
plantaciones era un lugar poco frecuentado por gente ajena a las
familias de los dueños de los terrenos. Dueños de una tradición
centenaria, todos en dicho territorio se dedicaban a la agricultura,
salvo algunos propietarios que tenían unos pocos animales de crianza
para proveerse de leche y derivados, huevos y carne para consumo
familiar, pero que en nada interrumpían la tranquilidad del lugar y
la mantención del uso de las tierras. Un día, luego de fallecer el
dueño de las tierras colindantes con la propiedad de la anciana, un
par de grandes camiones de mudanzas se llevaron todas las cosas del
lugar, pues sus descendientes habían optado por alejarse de sus
raíces y disfrutar de los frutos de la modernidad. Esa misma semana
sendas máquinas aplastaron la vivienda y sus construcciones
aledañas, y a la semana siguiente grandes camiones con paneles
prefabricados armaron una especie de campamento de trabajadores,
quienes como topos empezaron a perforar el otrora campo de trigo para
dejarlo convertido en un verdadero colador, en busca de riquezas
ajenas a la tradición del lugar.
Un mes después la planicie estaba
revolucionada. La empresa dueña del terreno había descubierto que
las tierras de cultivo descansaban sobre una gran napa de agua, y un
par de kilómetros bajo ella, un gigantesco lago de petróleo. De
inmediato los inversionistas empezaron a presionar a los viejos y
nuevos dueños de las tierras para comprar toda la planicie y
apoderarse de esa riqueza casi inagotable. Lo sorpresa fue enorme
cuando la anciana fue la primera en vender, siendo seguida casi al
instante por el resto de los habitantes del lugar. En cuanto todos se
mudaron y las máquinas arrasaron con casas y cultivos, nuevas
prospecciones se encontraron con que las primeras estaban
completamente erradas: los inversionistas eran dueños de un desierto
en formación.
El cancino andar de la vieja mujer a
través de la tierra muerta era fiel reflejo de los años que llevaba
de vida en la tierra. Luego de vender sus terrenos originales, la
anciana y sus vecinos compraron tierra de nadie, sin agua ni
nutrientes adecuados para hacer crecer algo vivo, a un precio
extremadamente económico. A cada paso de la anciana, la tierra
parecía empezar a cobrar vida, su color y textura cambiaba, y
espontáneos flujos de agua manaban de la nada por todos lados. En
una noche de cancino andar, la vieja Gea revivió un pedazo de su
creación y le ganó otra pequeña batalla a los humanos en su guerra
por la vida de su hijo, el planeta Tierra.