El viejo músico caminaba cabizbajo por
la berma de la autopista a la salida de la ciudad. Llevaba al hombro
un bolso acolchado donde iba su anticuada guitarra eléctrica
semisólida, vieja compañera de cientos o tal vez miles de
presentaciones; esa guitarra le permitía tocar aunque no hubiera
electricidad, gracias a su caja acústica de noble madera, y hacía
temblar cualquier recinto al conectarla a un buen amplificador de
tubos. Luego de años de carrera musical ininterrumpida, plagada de
logros y reconocimiento, había llegado al tan temido momento por
todo artista dedicado a la música: murió la pasión. Esa necesidad
por tocar y cantar, por componer y grabar, por versionar y acompañar
a otros músicos había muerto, dejando su existencia completamente
sin sentido: ya no era un artista, sino una persona más en un
planeta plagado de iguales.
El guitarrista iba con audífonos
escuchando sus primeras grabaciones, convenientemente convertidas a
formato digital para poder llevarlas consigo en un pequeño
reproductor musical. Si bien es cierto nada es capaz de reemplazar la
calidad de una grabación en vinilo o en cinta magnética, el viejo
agradecía ese invento de la modernidad que le permitía llevar
cómodamente toda su vida en una cajita de siete por tres
centímetros. El resto de los bienes que llevaba en su viaje cabían
en la deslavada mochila que colgaba del hombro que dejaba libre su
guitarra: una destartalada armónica de peine de madera para llenar
el espacio enorme que dejaba en su cabeza la falta de nuevas ideas
musicales; un paquete de mate, un mate de calabaza, una bombilla de
plata y un termo de medio litro para calentar el cuerpo y acompañar
alguna fogata; dos cajetillas de cigarrillos y un encendedor a
bencina para iluminar la ruta y endurecer su ya rasposa voz; charqui
de caballo para alimentarse, y una botella de whisky barato para
pasar el charqui. Sus pasos seguían un camino ya conocido, y su
lento andar demostraba las pocas ganas de llegar a destino. De todos
modos no había apuro, llegaría cuando llegara, pues ahora que era
un simple humano más, nadie lo esperaba ni menos necesitaba.
El músico seguía su marcha cabizbajo
cerca de la medianoche por la berma de la carretera sin miedo alguno;
los miedos se habían quedado en el último pueblo que pasó, donde
un par de veinteañeros intentaron asaltarlo y recibieron a cambio su
indiferencia: los jóvenes ladrones quedaron paralizados al ver que
el viejo hacía caso omiso a sus amenazas y disparos. El viejo
gutarrista repasaba su vida con cada blues que pasaba por sus oídos;
de pronto llegó el final de la lista de reproducción, una versión
de un conocido blues que él adaptó para que sonara perfecto sólo
con guitarra y voz, y que grabó de una sola vez en el último
estudio que visitó en su vida. Cuando levantó la mirada se encontró
con un cruce no señalizado de otra carretera con la principal por
donde él iba. Al mirar con cuidado encontró el montículo de tierra
que había dejado allí, setenta años atrás, cuando joven. El viejo
bluesero sacó de su bolso la guitarra y de la mochila el whisky y el
encendedor, impregnó la madera de su vieja compañera de vida en el
destilado, del cual guardó un sorbo antes de vaciar la botella para
brindar por todo y por nada. Cuando vio que en su reloj daban las
doce de la noche encendió la guitarra y se sentó a esperar: a los
diez segundos una silueta apareció de entre las llamas de su agónico
instrumento a llevarse su alma en pago al contrato firmado con
sangre, por una vida de música nacida del alma.