“Me niego
a creer, exijo saber”. La dura letanía repetida en voz baja por
hombres y mujeres parecía ser capaz de hacer vibrar el aire,
cambiando la frecuencia de la vida de quienes la sentían en sus
huesos y oídos. Su brevedad hacía que la repetición continua e
ilimitada de ese credo tomara cada vez más y más fuerza, pese a que
el volumen de las voces se mantenía continuo en el tiempo. Lo único
capaz de interrumpir la grata y casi hipnotizante vibración de esa
suerte de conjuro, era el ruido del disparo en la nuca de cada uno de
los recitantes, seguido de la caída del cuerpo hacia la fosa común.
Los recitantes estaban arrodillados frente a una larga zanja hecha
con una retroexcavadora; tras ellos, un grupo de soldados pasaban con
sus pistolas en las manos, ajusticiando uno por uno a quienes estaban
en la fila y seguían insistiendo con repetir una y otra vez el
mantra prohibido. Por un asunto formal uno de los militares
-generalmente el de peor comportamiento- pasaba delante de los
recitantes y les mostraba el primer mandamiento del libro sagrado,
donde se prohibía expresamente no creer en algo más allá de los
sentidos, y poner al raciocinio sobre la fe. Cuando el militar les
mostraba el texto y no lograba acallar a quien lo leía, de inmediato
pasaba al siguiente recitante, dejando el espacio suficiente para que
el cadáver de quien lo había ignorado cayera a la zanja que hacía
las veces de fosa común; tal como hacía ya varios meses, terminada
la jornada de ejecuciones, la misma retroexcavadora que había cavado
la zanja se encargaba de taparla, para ocultar los miles de cadáveres
de la vista de los fieles.
Los
recitantes eran una secta de temer. Dueños de un tesón y un
metodismo extraordinarios, fueron capaces de organizarse para
memorizar todos y cada uno de los libros que fueron eliminados de la
faz de la Tierra, una vez que la Revolución Religiosa se hizo cargo
del gobierno mundial. Nadie creyó que todas las religiones del mundo
serían capaces de ponerse de acuerdo para plantearse un objetivo
central: guiar al mundo en el nombre de la divinidad. Luego de
décadas de reuniones secretas, cónclaves públicos, asambleas y
debates en cada uno de los cultos formales del planeta, y no ajenos a
grandes conflictos propios de la lucha de los egos de cada credo para
poner a su dios por sobre el de sus socios, se logró consensuar un
gran libro sagrado, que si bien era cierto no reemplazaba al de cada
credo, sirvió para hacer confluir todos los lugares comunes de la fe
humana en un solo texto guía. En un principio, la Revolución
Religiosa se planteó como una suerte de sociedad elitista que
recibía miembros encargados de difundir sus ideas dentro de los
círculos de poder económico, ofreciéndose como cara visible de los
gobiernos en las sombras; una vez que se apoderaron de todos los
cargos de poder intermedio y unas cuantas presidencias de países en
vías de desarrollo, empezaron lentamente a formular modificaciones
legales y constitucionales que les dieran un poco más de poder que
el que recibían de la plutocracia gobernante. Pronto los grupos de
poder dueños de los recursos energéticos y bancos del mundo,
notaron los pequeños pero múltiples esfuerzos que los miembros de
la Revolución Religiosa hacían para obtener algo de influencia y
por ende poder, en todas partes del mundo. Ese era el momento que
estaban esperando: luego de la caída en desgracia de la clase
política por doquier, el liderazgo de muchos países estaba cayendo
en manos de gente común que buscaba el bien del resto de la gente
común, cosa absolutamente impensable e intolerable en el orden
establecido, donde las élites económicas daban migajas de variados
tamaños a quienes hacían ruido, para silenciarlos en la medida de
lo necesario; esa gente común, la nueva clase política, no tenía
precio ni ambiciones, por tanto no eran controlables, así que había
que contrarrestarlos con una nueva clase que estuviera cimentada en
la raigambre cultural de la humanidad. La fe entregaba a la gente
común el mismo mensaje que los nuevos políticos, pero apelando a la
iluminación divina como medio para obtener ideas, y como fin
ulterior a lo logrado durante la existencia. Así, desde los sermones
y los púlpitos se convenció a los electores de votar por los
elegidos por la Revolución Religiosa para guiar a las naciones,
ahora rebaños de la divinidad, por el camino de la corrección. Los
plutócratas estaban felices, sin invertir mucho habían logrado la
mejor pantalla posible para seguir gobernando en las sombras, a
cambio de pequeñas migajas que no cambiarían a los destinatarios de
las ganancias de la productividad mundial.
En un
principio la Revolución Religiosa se dedicó a ganar cargos
políticos de mayor importancia, y empezaron a demostrar con hechos
que eran mejores gobernantes que antiguos y nuevo políticos. Poco a
poco los problemas económicos de las sociedades en el mundo
empezaron a equilibrarse, y la gente empezó a recuperar su poder
adquisitivo y a ganar confianza en la nueva teocracia. De un día
para otro las reuniones previas surtieron efecto, y cuando más de
dos tercios del planeta estaban bajo las órdenes de miembros de la
Revolución Religiosa, los líderes acordaron acabar con la
democracia como tal, e imponer la designación divina como método de
elección de representantes, eliminando los sufragios a cambio de
mantener a la gente económicamente feliz. Luego de un par de años
de aprender a gobernar por ese medio, los líderes de cada país le
entregaron su poder a un consejo de gobierno mundial, quienes se
encargarían del bienestar de las personas. A partir de ese momento,
la Revolución Religiosa se hizo cargo de modificar leyes, y erigir
al gran libro sagrado como la nueva constitución planetaria.
En todas
partes del mundo aquellos que vivían del conocimiento alzaron sus
voces, temiendo que sus ciencias ya no fueran necesitadas ni
financiadas por el nuevo gobierno mundial; sin embargo todos fueron
bien acogidos, con la sola condición que todos y cada uno de ellos,
tal como el resto de los habitantes del planeta, estuvieran
bautizados en alguna fe y la reconocieran públicamente como el
origen de sus conocimientos. La gran mayoría estuvo dispuesto a
aceptar el contrato social con tal de no perder sus recursos y
libertades, y así poder seguir con sus vidas de un modo
relativamente similar a como era antes del inicio de la nueva era
teocrática. Un año más tarde, y una vez que el poder del nuevo
gobierno mundial estuvo completamente consolidado, empezó la
verdadera revolución.
Uno de
enero. Mientras la mayoría de las personas despertaban de alguna
celebración de año nuevo, el mundo había dejado de ser lo que era
la noche del treinta y uno de diciembre. Cuando la gente encendió
computadores, televisores o radios para enterarse de las clásicas
notas donde se mostraba cómo se recibió la llegada del nuevo año
en las diversas latitudes del mundo, se encontraron con una realidad
incomprensible pero previsible. En cuanto dio el año nuevo en el
último huso horario del planeta, el gobierno mundial decretó el
inicio de la Nueva Era Divina: el año que había comenzado era desde
ese instante el año cero de la nueva era, los meses cambiaban sus
nombres por el de doce nombres de dios según las religiones
conformantes del gobierno, y los días de la semana dejaban de lado
su denominación astrológica para empezar a llamarse como cada uno
de los siete libros sagrados principales del mundo. Durante ese año
cero, definido como tal para probar los cambios que se harían
definitivos a partir del año uno, se crearon consejos de sabios
religiosos encargados de revisar uno por uno los textos de dominio
público existentes en cada país, y definir si su existencia era
acorde con el gran libro sagrado. Luego siguieron textos técnicos,
música, programas de televisión, páginas web, y todo medio de
difusión masiva local y global. Así, al comenzar el año uno de la
nueva era, la tierra era regida por las leyes creadas por los hijos
de dios.
A principios
del año dos, los consejos locales empezaron a recibir noticias
perturbadoras. El material prohibido se seguía produciendo y
difundiendo clandestinamente, gracias a la aparición de grupos
disidentes bastante bien estructurados, que no tenían
identificaciones pues no estaban bautizados en ningún credo: durante
el año cero se instauró como dato obligatorio en los documentos de
identificación en todo el planeta la religión a la cual adhería el
ciudadano. Durante el mismo período se oficializó la desaparición
del papel moneda y su reemplazo por el dinero electrónico, cuyo chip
estaría incorporado a la tarjeta de identidad: así, quien no
estuviera bautizado en algún credo no podría recibir sueldo ni
acceder a la economía moderna. Los grupos disidentes -aquellos que
decidieron ser consecuentes y no bautizarse, así como muchos que
pese a su falta de fe simplemente siguieron la corriente para poder
vivir en paz- se armaron en torno a esa dificultad, primero generando
comunidades cerradas de trueque e intercambios de bienes por
servicios, y luego como pequeñas cooperativas agrícolas que
consumían lo que producían, y generaban su propia energía gracias
a la utilización de desechos orgánicos y fuentes renovables.
Durante el transcurso del año cero dichas comunidades y cooperativas
autónomas empezaron a comunicarse entre ellas y a generar una red
paralela a la economía formal en lo local, y a interactuar por
medios electrónicos compartiendo técnicas y conocimientos en lo
global. Ese modo de resistencia pasiva basada en las necesidades
básicas, pronto se abrió a la tarea de nutrir las otras necesidades
de sus miembros: preservar el conocimiento que estaba proscrito por
el gran libro sagrado, transmitiendo sus contenidos como archivos
digitales e imprimiendo aquellos textos que resultaran fundamentales
para la perpetuación del acervo cultural humano. Mientras el
gobierno mundial estaba expectante frente a la distribución del
conocimiento proscrito por doquier, sin saber bien de qué modo
detener su viralización, la plutocracia en las sombras decidió
intervenir lo antes posible para evitar el avance de la nueva
economía, que amenazaba con diseminarse y ganar adeptos suficientes
como para desestabilizar su status quo de dominación mundial. Así,
influyeron en los líderes mundiales para reprimir y castigar la
disidencia religiosa con cárcel, con lo que mataban ambos pájaros
de un solo tiro: al encarcelar a sus miembros destruían todo el
material de difusión existente, y al sacarlos de circulación los
incorporaban a la economía legal, pudiendo inclusive destruir sus
comunidades y avances. El temor a perder el conocimiento, el único
bien preciado de estos grupos, los llevó a adoptar el método
ancestral de transmisión de la información, usado por siglos e
inclusive milenios por nuestros predecesores: el boca a boca. De ese
modo se dieron a la ardua tarea de memorizar todos y cada uno de los
libros que estaban prohibidos por ley, de modo tal de no arriesgar su
sobrevivencia para las futuras generaciones. Como cada comunidad
tenía sus propios textos, y muchos de los universales estaban
traducidos, sus contenidos fueron memorizados y enseñados a sus
descendientes. Para facilitar la memorización y su enseñanza, cada
cual le dio un ritmo a su relato; de esa conducta nació su
denominación común:los recitantes.
Año cinco.
La radicalización de ambas partes estaba desencadenando un nuevo
descalabro, peor que las crisis económicas y sociales que fueron el
génesis de todo, y que ya estaban generando descontento en la
población, que veían que miembros de sus familias eran detenidos y
enjuiciados por no tener fe o por guardar libros viejos. Los
recitantes estaban ganando fuerza como movimiento día tras día:
aparte del tesón de sus integrantes para memorizar palabra por
palabra cada libro escrito y proscrito, de la infinita paciencia para
recitarlo una y otra vez a quien lo necesitara o pidiera, y de su
extraña apertura a escuchar a quienes los intentaban convencer de
las cualidades del gran libro sagrado sin entrar en discusiones o
faltas de respeto, se sumaba su disposición a compartir sus
excedentes de energía almacenada. La generación de energía pagada
bajo las leyes de la revolución religiosa se hacía cada vez más
cara y difícil de mantener en el tiempo, por lo que el regalo de
electricidad era siempre bienvenido, y para desazón de las
autoridades, agradecida por medio de la integración del trueque como
forma de pago a quienes no podían recibir dinero electrónico. Así,
día tras día los recitantes se pudieron rehacer de artículos
suntuarios de los que disponían antes de la revolución, y con ello
facilitar sus vidas y fortalecer el movimiento a escala mundial. Los
plutócratas veían con espanto cómo los revolucionarios aceptaban
sin mayores problemas a los recitantes, quieres ahora empezaban a
enseñar a los bautizados cómo crear su propia energía: ya estaba
decidido, había que dar un golpe que borrara de la faz de la tierra
a ese grupo de disidentes, y que sirviera de advertencia a los
bautizados para que se alejaran de esa lacra.
El día Torá
cinco de Alá del año cinco N.E. (Nueva Era) a las ocho de la
mañana, en dos ciudades importantes de cada continente, un total de
diez estaciones de tren subterráneo atestadas de usuarios volaban en
pedazos, producto de explosiones perfectamente programadas para
ocurrir simultáneamente, acabando con las vidas de miles de personas
que a esa hora esperaban para ir a sus trabajos, universidades,
colegios o jardines infantiles. Las investigaciones preliminares
encontraron en cada sitio evidencia que los artefactos se activaron
con baterías hechizas que funcionaban con desechos orgánicos,
invención propia de los recitantes. El gobierno de la Revolución
Religiosa no tardó en tomar una decisión drástica, pues ya no
bastaba con el bloqueo económico y social: ahora eran un grupo
terrorista que atentó contra los seguidores del gran libro sagrado,
por tanto debían ser eliminados de la faz de la Tierra. En una
semana se dictó una ley mundial que ordenaba destruir cualquier
libro que no estuviera aceptado por los consejos locales, y ejecutar
a los dueños de dichos libros que no tuvieran tarjeta de
identificación; en el mismo texto legal se dejaba claro que si el
dueño de los libros, en el instante en que fuera sorprendido sin
identificación, juraba en nombre del texto sagrado tener fe, y se
bautizaba en cualquier credo ese mismo día, sería perdonado y
podría integrarse a la sociedad: pese a la maldad demostrada por los
recitantes, tenían derecho al perdón y a la piedad emanadas de la
Revolución Religiosa. Tres días después, el Baghavad 8 de Alá,
empezaron las redadas de libros para capturar y ejecutar recitantes,
y los trabajos de inteligencia para desbaratar comunidades y terminar
con los líderes de los terroristas. El plan maestro de la
plutocracia había dado sus frutos.
Dos semanas
después de los atentados, el Torá 19 de Alá, un extra noticioso a
nivel mundial dio cuenta de la captura en una comunidad ecológica
cercana a una de las capitales continentales de uno de los líderes
del movimiento. En su poder se encontraron varios computadores que
hacían las veces de servidores para alojar sitios de internet que
facilitaran la comunicación de las diversas células de los
recitantes a nivel mundial. La expectación de la gente y los medios
era enorme, y la presión ejercida por el gobierno mundial era mayor
aún, lo que llevó al capitán a cargo de la captura del líder a
saltarse los conductos regulares: en cuanto vio las decenas de
cámaras de televisión apostadas en la plaza de la ciudad, a la
espera de ver el paso del vehículo donde debían transportar al
terrorista hasta los tribunales, hizo detener el vehículo, bajó al
recitante a la fuerza y lo hizo arrodillarse al lado de la camioneta.
Luego llamó al conductor y le pidió que trajera la copia del gran
libro sagrado que llevaba a todos los operativos, y le hizo buscar el
versículo donde aparecía el primer mandamiento consensuado de la
Revolución Religiosa: “No dejarás de tener fe en la divinidad, ni
pondrás el raciocinio o el conocimiento por sobre el poder de la fe
y la divinidad”. El capitán hizo que el conductor leyera a viva
voz el versículo, y luego le preguntó en voz alta a su cautivo si
creía en ello y juraba dejar de lado su conducta subversiva; el
recitante, sin despegar la vista del versículo, gritó con todas sus
fuerzas “¡Me niego a creer esta patraña, exijo saber quién
inventó esta porquería!”. Los gritos destemplados de la masa de
gente presente en el evento hizo que sólo se lograra escuchar a
través de la transmisión televisiva “¡Me niego a creer... exijo
saber...!”, luego de lo cual, y en el fragor del hedor a odio y
adrenalina que inundaba el ambiente, el capitán desenfundó su
pistola, se paró a espaldas del hombre, y le descerrajó un tiro en
la nuca que acabó con su vida instantáneamente. A partir de ese
instante todo cambió: los líderes de la Revolución Religiosa
instauraron como norma de juicio abreviado y ejecución la
metodología del capitán, que inmediatamente fue ascendido a
coronel; por su parte los recitantes asumieron como grito de libertad
las palabras que lograron escuchar de su líder asesinado, quien
ahora se había convertido en mártir de la causa, y empezaron a usar
dicha frase tanto como mantra y declaración de principios. En las
sombras, los plutócratas se regocijaban de la locura desatada y de
las ganancias que les reportaría la radicalización de la realidad.
Año seis.
En el aniversario de los atentados a los trenes subterráneos se
difundió una macabra estadística: cerca de un millón de recitantes
había sido ejecutado gracias a la nueva ley. Debido a ello un grupo
no menor de perseguidos decidieron darle la razón a sus
perseguidores y tomar la vía armada. Así, durante ese año
empezaron a sucederse pequeños atentados que de a poco iban
creciendo en su grado de destrucción y número de víctimas, aunque
sin siquiera acercarse a la magnitud de los atentados iniciales
provocados por los plutócratas. Junto con ello, un grupo de aquellos
que tomaron la decisión de violentar sus medidas, formaron células
paramilitares destinadas a atacar objetivos específicos y a realizar
asesinatos selectivos, especialmente de líderes de la revolución
religiosa que buscaban endurecer más aún las políticas del
gobierno mundial. La semilla de la guerra había sido sembrada, y los
plutócratas se frotaban las manos con las ganancias que obtendrían
con el contrabando de armas.
Año diez.
El planeta llevaba ya dos años librando la Tercera Guerra Mundial,
llamada alternativamente la Cruzada de la Nueva Era por el bando de
la Revolución Religiosa. El conflicto era una masacre de
proporciones, pues en los dos años previos al inicio formal de las
hostilidades se libró una salvaje guerra de guerrillas que llevó a
la facción rebelde de los Recitantes a apoderarse de armas de
destrucción mediana y masiva a distancia, lo que derivó en
atentados cada vez mayores hasta que finalmente se declaró la
Tercera Guerra. Lo que en un principio se libró en las principales
capitales del mundo civilizado, poco a poco empezó a abarcar más y
más territorios, hasta encontrar batallas en campos y desiertos
olvidados hasta ese entonces. En el mes de Yahvé del año diez
-junio del 2030 para los Recitantes- las víctimas de la guerra
alcanzaban a los quinientos millones de muertos y más de mil
seiscientos millones de heridos. Las pérdidas económicas eran
sencillamente incuantificables, y la realidad mundial ya no tenía
vuelta atrás. A mediados de mes las tropas hicieron un alto al fuego
no ordenado por los altos mandos, sino simplemente nacido de la
inutilidad absoluta de intentar capturar cien metros de ciudad de día
que serían reconquistados en la noche, y dejarían cientos de
personas muertas en el proceso. Las autoridades mundiales de la
Revolución Religiosa y los líderes de los Recitantes estaban en una
encrucijada: la guerra que ellos habían creado moría de inanición,
los pueblos de la Tierra se habían cansado de todo, y había llegado
el tiempo de la renovación definitiva. Obligados por el devenir de
la realidad, revolucionarios y recitantes acordaron crear una nueva
realidad, más parecida a la anterior a la revolución, que
permitiera a todos ser felices y vivir en paz. Para ello hicieron el
cambio sustancial que necesitaban: cambiar de una vez y para siempre
el sistema bancario. Los precios ya no serían fijados por grandes
capitales sino por las personas, atendiendo a sus necesidades y no a
los intereses del mercado; los intereses de los créditos quedarían
establecidos por ley en base a los ingresos de cada grupo familiar;
las acciones se transarían en la bolsa sólo una vez a la semana,
para evitar especulaciones del día a día. Así, la distribución de
los recursos sería más equitativa y la posibilidad de hacerse
millonario de la nada a costa de los pobres estaba por fin un poco
más controlada. Los plutócratas por su parte habían logrado su
objetivo: después de diez años de lucha entre bandos que nunca
debieron existir, eran por fin dueños absolutos de todos los
recursos renovables, y de todos los derechos de administración de
los no renovables. Desde ese momento en adelante los modelos
económicos dejaron de tener importancia para ellos: la propiedad del
planeta estaba en sus manos, y los habitantes seguían siendo felices
en su ignorancia.
FIN