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miércoles, octubre 17, 2012

Síntesis

“Me niego a creer, exijo saber”. La dura letanía repetida en voz baja por hombres y mujeres parecía ser capaz de hacer vibrar el aire, cambiando la frecuencia de la vida de quienes la sentían en sus huesos y oídos. Su brevedad hacía que la repetición continua e ilimitada de ese credo tomara cada vez más y más fuerza, pese a que el volumen de las voces se mantenía continuo en el tiempo. Lo único capaz de interrumpir la grata y casi hipnotizante vibración de esa suerte de conjuro, era el ruido del disparo en la nuca de cada uno de los recitantes, seguido de la caída del cuerpo hacia la fosa común. Los recitantes estaban arrodillados frente a una larga zanja hecha con una retroexcavadora; tras ellos, un grupo de soldados pasaban con sus pistolas en las manos, ajusticiando uno por uno a quienes estaban en la fila y seguían insistiendo con repetir una y otra vez el mantra prohibido. Por un asunto formal uno de los militares -generalmente el de peor comportamiento- pasaba delante de los recitantes y les mostraba el primer mandamiento del libro sagrado, donde se prohibía expresamente no creer en algo más allá de los sentidos, y poner al raciocinio sobre la fe. Cuando el militar les mostraba el texto y no lograba acallar a quien lo leía, de inmediato pasaba al siguiente recitante, dejando el espacio suficiente para que el cadáver de quien lo había ignorado cayera a la zanja que hacía las veces de fosa común; tal como hacía ya varios meses, terminada la jornada de ejecuciones, la misma retroexcavadora que había cavado la zanja se encargaba de taparla, para ocultar los miles de cadáveres de la vista de los fieles.

Los recitantes eran una secta de temer. Dueños de un tesón y un metodismo extraordinarios, fueron capaces de organizarse para memorizar todos y cada uno de los libros que fueron eliminados de la faz de la Tierra, una vez que la Revolución Religiosa se hizo cargo del gobierno mundial. Nadie creyó que todas las religiones del mundo serían capaces de ponerse de acuerdo para plantearse un objetivo central: guiar al mundo en el nombre de la divinidad. Luego de décadas de reuniones secretas, cónclaves públicos, asambleas y debates en cada uno de los cultos formales del planeta, y no ajenos a grandes conflictos propios de la lucha de los egos de cada credo para poner a su dios por sobre el de sus socios, se logró consensuar un gran libro sagrado, que si bien era cierto no reemplazaba al de cada credo, sirvió para hacer confluir todos los lugares comunes de la fe humana en un solo texto guía. En un principio, la Revolución Religiosa se planteó como una suerte de sociedad elitista que recibía miembros encargados de difundir sus ideas dentro de los círculos de poder económico, ofreciéndose como cara visible de los gobiernos en las sombras; una vez que se apoderaron de todos los cargos de poder intermedio y unas cuantas presidencias de países en vías de desarrollo, empezaron lentamente a formular modificaciones legales y constitucionales que les dieran un poco más de poder que el que recibían de la plutocracia gobernante. Pronto los grupos de poder dueños de los recursos energéticos y bancos del mundo, notaron los pequeños pero múltiples esfuerzos que los miembros de la Revolución Religiosa hacían para obtener algo de influencia y por ende poder, en todas partes del mundo. Ese era el momento que estaban esperando: luego de la caída en desgracia de la clase política por doquier, el liderazgo de muchos países estaba cayendo en manos de gente común que buscaba el bien del resto de la gente común, cosa absolutamente impensable e intolerable en el orden establecido, donde las élites económicas daban migajas de variados tamaños a quienes hacían ruido, para silenciarlos en la medida de lo necesario; esa gente común, la nueva clase política, no tenía precio ni ambiciones, por tanto no eran controlables, así que había que contrarrestarlos con una nueva clase que estuviera cimentada en la raigambre cultural de la humanidad. La fe entregaba a la gente común el mismo mensaje que los nuevos políticos, pero apelando a la iluminación divina como medio para obtener ideas, y como fin ulterior a lo logrado durante la existencia. Así, desde los sermones y los púlpitos se convenció a los electores de votar por los elegidos por la Revolución Religiosa para guiar a las naciones, ahora rebaños de la divinidad, por el camino de la corrección. Los plutócratas estaban felices, sin invertir mucho habían logrado la mejor pantalla posible para seguir gobernando en las sombras, a cambio de pequeñas migajas que no cambiarían a los destinatarios de las ganancias de la productividad mundial.

En un principio la Revolución Religiosa se dedicó a ganar cargos políticos de mayor importancia, y empezaron a demostrar con hechos que eran mejores gobernantes que antiguos y nuevo políticos. Poco a poco los problemas económicos de las sociedades en el mundo empezaron a equilibrarse, y la gente empezó a recuperar su poder adquisitivo y a ganar confianza en la nueva teocracia. De un día para otro las reuniones previas surtieron efecto, y cuando más de dos tercios del planeta estaban bajo las órdenes de miembros de la Revolución Religiosa, los líderes acordaron acabar con la democracia como tal, e imponer la designación divina como método de elección de representantes, eliminando los sufragios a cambio de mantener a la gente económicamente feliz. Luego de un par de años de aprender a gobernar por ese medio, los líderes de cada país le entregaron su poder a un consejo de gobierno mundial, quienes se encargarían del bienestar de las personas. A partir de ese momento, la Revolución Religiosa se hizo cargo de modificar leyes, y erigir al gran libro sagrado como la nueva constitución planetaria.

En todas partes del mundo aquellos que vivían del conocimiento alzaron sus voces, temiendo que sus ciencias ya no fueran necesitadas ni financiadas por el nuevo gobierno mundial; sin embargo todos fueron bien acogidos, con la sola condición que todos y cada uno de ellos, tal como el resto de los habitantes del planeta, estuvieran bautizados en alguna fe y la reconocieran públicamente como el origen de sus conocimientos. La gran mayoría estuvo dispuesto a aceptar el contrato social con tal de no perder sus recursos y libertades, y así poder seguir con sus vidas de un modo relativamente similar a como era antes del inicio de la nueva era teocrática. Un año más tarde, y una vez que el poder del nuevo gobierno mundial estuvo completamente consolidado, empezó la verdadera revolución.

Uno de enero. Mientras la mayoría de las personas despertaban de alguna celebración de año nuevo, el mundo había dejado de ser lo que era la noche del treinta y uno de diciembre. Cuando la gente encendió computadores, televisores o radios para enterarse de las clásicas notas donde se mostraba cómo se recibió la llegada del nuevo año en las diversas latitudes del mundo, se encontraron con una realidad incomprensible pero previsible. En cuanto dio el año nuevo en el último huso horario del planeta, el gobierno mundial decretó el inicio de la Nueva Era Divina: el año que había comenzado era desde ese instante el año cero de la nueva era, los meses cambiaban sus nombres por el de doce nombres de dios según las religiones conformantes del gobierno, y los días de la semana dejaban de lado su denominación astrológica para empezar a llamarse como cada uno de los siete libros sagrados principales del mundo. Durante ese año cero, definido como tal para probar los cambios que se harían definitivos a partir del año uno, se crearon consejos de sabios religiosos encargados de revisar uno por uno los textos de dominio público existentes en cada país, y definir si su existencia era acorde con el gran libro sagrado. Luego siguieron textos técnicos, música, programas de televisión, páginas web, y todo medio de difusión masiva local y global. Así, al comenzar el año uno de la nueva era, la tierra era regida por las leyes creadas por los hijos de dios.

A principios del año dos, los consejos locales empezaron a recibir noticias perturbadoras. El material prohibido se seguía produciendo y difundiendo clandestinamente, gracias a la aparición de grupos disidentes bastante bien estructurados, que no tenían identificaciones pues no estaban bautizados en ningún credo: durante el año cero se instauró como dato obligatorio en los documentos de identificación en todo el planeta la religión a la cual adhería el ciudadano. Durante el mismo período se oficializó la desaparición del papel moneda y su reemplazo por el dinero electrónico, cuyo chip estaría incorporado a la tarjeta de identidad: así, quien no estuviera bautizado en algún credo no podría recibir sueldo ni acceder a la economía moderna. Los grupos disidentes -aquellos que decidieron ser consecuentes y no bautizarse, así como muchos que pese a su falta de fe simplemente siguieron la corriente para poder vivir en paz- se armaron en torno a esa dificultad, primero generando comunidades cerradas de trueque e intercambios de bienes por servicios, y luego como pequeñas cooperativas agrícolas que consumían lo que producían, y generaban su propia energía gracias a la utilización de desechos orgánicos y fuentes renovables. Durante el transcurso del año cero dichas comunidades y cooperativas autónomas empezaron a comunicarse entre ellas y a generar una red paralela a la economía formal en lo local, y a interactuar por medios electrónicos compartiendo técnicas y conocimientos en lo global. Ese modo de resistencia pasiva basada en las necesidades básicas, pronto se abrió a la tarea de nutrir las otras necesidades de sus miembros: preservar el conocimiento que estaba proscrito por el gran libro sagrado, transmitiendo sus contenidos como archivos digitales e imprimiendo aquellos textos que resultaran fundamentales para la perpetuación del acervo cultural humano. Mientras el gobierno mundial estaba expectante frente a la distribución del conocimiento proscrito por doquier, sin saber bien de qué modo detener su viralización, la plutocracia en las sombras decidió intervenir lo antes posible para evitar el avance de la nueva economía, que amenazaba con diseminarse y ganar adeptos suficientes como para desestabilizar su status quo de dominación mundial. Así, influyeron en los líderes mundiales para reprimir y castigar la disidencia religiosa con cárcel, con lo que mataban ambos pájaros de un solo tiro: al encarcelar a sus miembros destruían todo el material de difusión existente, y al sacarlos de circulación los incorporaban a la economía legal, pudiendo inclusive destruir sus comunidades y avances. El temor a perder el conocimiento, el único bien preciado de estos grupos, los llevó a adoptar el método ancestral de transmisión de la información, usado por siglos e inclusive milenios por nuestros predecesores: el boca a boca. De ese modo se dieron a la ardua tarea de memorizar todos y cada uno de los libros que estaban prohibidos por ley, de modo tal de no arriesgar su sobrevivencia para las futuras generaciones. Como cada comunidad tenía sus propios textos, y muchos de los universales estaban traducidos, sus contenidos fueron memorizados y enseñados a sus descendientes. Para facilitar la memorización y su enseñanza, cada cual le dio un ritmo a su relato; de esa conducta nació su denominación común:los recitantes.

Año cinco. La radicalización de ambas partes estaba desencadenando un nuevo descalabro, peor que las crisis económicas y sociales que fueron el génesis de todo, y que ya estaban generando descontento en la población, que veían que miembros de sus familias eran detenidos y enjuiciados por no tener fe o por guardar libros viejos. Los recitantes estaban ganando fuerza como movimiento día tras día: aparte del tesón de sus integrantes para memorizar palabra por palabra cada libro escrito y proscrito, de la infinita paciencia para recitarlo una y otra vez a quien lo necesitara o pidiera, y de su extraña apertura a escuchar a quienes los intentaban convencer de las cualidades del gran libro sagrado sin entrar en discusiones o faltas de respeto, se sumaba su disposición a compartir sus excedentes de energía almacenada. La generación de energía pagada bajo las leyes de la revolución religiosa se hacía cada vez más cara y difícil de mantener en el tiempo, por lo que el regalo de electricidad era siempre bienvenido, y para desazón de las autoridades, agradecida por medio de la integración del trueque como forma de pago a quienes no podían recibir dinero electrónico. Así, día tras día los recitantes se pudieron rehacer de artículos suntuarios de los que disponían antes de la revolución, y con ello facilitar sus vidas y fortalecer el movimiento a escala mundial. Los plutócratas veían con espanto cómo los revolucionarios aceptaban sin mayores problemas a los recitantes, quieres ahora empezaban a enseñar a los bautizados cómo crear su propia energía: ya estaba decidido, había que dar un golpe que borrara de la faz de la tierra a ese grupo de disidentes, y que sirviera de advertencia a los bautizados para que se alejaran de esa lacra.

El día Torá cinco de Alá del año cinco N.E. (Nueva Era) a las ocho de la mañana, en dos ciudades importantes de cada continente, un total de diez estaciones de tren subterráneo atestadas de usuarios volaban en pedazos, producto de explosiones perfectamente programadas para ocurrir simultáneamente, acabando con las vidas de miles de personas que a esa hora esperaban para ir a sus trabajos, universidades, colegios o jardines infantiles. Las investigaciones preliminares encontraron en cada sitio evidencia que los artefactos se activaron con baterías hechizas que funcionaban con desechos orgánicos, invención propia de los recitantes. El gobierno de la Revolución Religiosa no tardó en tomar una decisión drástica, pues ya no bastaba con el bloqueo económico y social: ahora eran un grupo terrorista que atentó contra los seguidores del gran libro sagrado, por tanto debían ser eliminados de la faz de la Tierra. En una semana se dictó una ley mundial que ordenaba destruir cualquier libro que no estuviera aceptado por los consejos locales, y ejecutar a los dueños de dichos libros que no tuvieran tarjeta de identificación; en el mismo texto legal se dejaba claro que si el dueño de los libros, en el instante en que fuera sorprendido sin identificación, juraba en nombre del texto sagrado tener fe, y se bautizaba en cualquier credo ese mismo día, sería perdonado y podría integrarse a la sociedad: pese a la maldad demostrada por los recitantes, tenían derecho al perdón y a la piedad emanadas de la Revolución Religiosa. Tres días después, el Baghavad 8 de Alá, empezaron las redadas de libros para capturar y ejecutar recitantes, y los trabajos de inteligencia para desbaratar comunidades y terminar con los líderes de los terroristas. El plan maestro de la plutocracia había dado sus frutos.

Dos semanas después de los atentados, el Torá 19 de Alá, un extra noticioso a nivel mundial dio cuenta de la captura en una comunidad ecológica cercana a una de las capitales continentales de uno de los líderes del movimiento. En su poder se encontraron varios computadores que hacían las veces de servidores para alojar sitios de internet que facilitaran la comunicación de las diversas células de los recitantes a nivel mundial. La expectación de la gente y los medios era enorme, y la presión ejercida por el gobierno mundial era mayor aún, lo que llevó al capitán a cargo de la captura del líder a saltarse los conductos regulares: en cuanto vio las decenas de cámaras de televisión apostadas en la plaza de la ciudad, a la espera de ver el paso del vehículo donde debían transportar al terrorista hasta los tribunales, hizo detener el vehículo, bajó al recitante a la fuerza y lo hizo arrodillarse al lado de la camioneta. Luego llamó al conductor y le pidió que trajera la copia del gran libro sagrado que llevaba a todos los operativos, y le hizo buscar el versículo donde aparecía el primer mandamiento consensuado de la Revolución Religiosa: “No dejarás de tener fe en la divinidad, ni pondrás el raciocinio o el conocimiento por sobre el poder de la fe y la divinidad”. El capitán hizo que el conductor leyera a viva voz el versículo, y luego le preguntó en voz alta a su cautivo si creía en ello y juraba dejar de lado su conducta subversiva; el recitante, sin despegar la vista del versículo, gritó con todas sus fuerzas “¡Me niego a creer esta patraña, exijo saber quién inventó esta porquería!”. Los gritos destemplados de la masa de gente presente en el evento hizo que sólo se lograra escuchar a través de la transmisión televisiva “¡Me niego a creer... exijo saber...!”, luego de lo cual, y en el fragor del hedor a odio y adrenalina que inundaba el ambiente, el capitán desenfundó su pistola, se paró a espaldas del hombre, y le descerrajó un tiro en la nuca que acabó con su vida instantáneamente. A partir de ese instante todo cambió: los líderes de la Revolución Religiosa instauraron como norma de juicio abreviado y ejecución la metodología del capitán, que inmediatamente fue ascendido a coronel; por su parte los recitantes asumieron como grito de libertad las palabras que lograron escuchar de su líder asesinado, quien ahora se había convertido en mártir de la causa, y empezaron a usar dicha frase tanto como mantra y declaración de principios. En las sombras, los plutócratas se regocijaban de la locura desatada y de las ganancias que les reportaría la radicalización de la realidad.

Año seis. En el aniversario de los atentados a los trenes subterráneos se difundió una macabra estadística: cerca de un millón de recitantes había sido ejecutado gracias a la nueva ley. Debido a ello un grupo no menor de perseguidos decidieron darle la razón a sus perseguidores y tomar la vía armada. Así, durante ese año empezaron a sucederse pequeños atentados que de a poco iban creciendo en su grado de destrucción y número de víctimas, aunque sin siquiera acercarse a la magnitud de los atentados iniciales provocados por los plutócratas. Junto con ello, un grupo de aquellos que tomaron la decisión de violentar sus medidas, formaron células paramilitares destinadas a atacar objetivos específicos y a realizar asesinatos selectivos, especialmente de líderes de la revolución religiosa que buscaban endurecer más aún las políticas del gobierno mundial. La semilla de la guerra había sido sembrada, y los plutócratas se frotaban las manos con las ganancias que obtendrían con el contrabando de armas.

Año diez. El planeta llevaba ya dos años librando la Tercera Guerra Mundial, llamada alternativamente la Cruzada de la Nueva Era por el bando de la Revolución Religiosa. El conflicto era una masacre de proporciones, pues en los dos años previos al inicio formal de las hostilidades se libró una salvaje guerra de guerrillas que llevó a la facción rebelde de los Recitantes a apoderarse de armas de destrucción mediana y masiva a distancia, lo que derivó en atentados cada vez mayores hasta que finalmente se declaró la Tercera Guerra. Lo que en un principio se libró en las principales capitales del mundo civilizado, poco a poco empezó a abarcar más y más territorios, hasta encontrar batallas en campos y desiertos olvidados hasta ese entonces. En el mes de Yahvé del año diez -junio del 2030 para los Recitantes- las víctimas de la guerra alcanzaban a los quinientos millones de muertos y más de mil seiscientos millones de heridos. Las pérdidas económicas eran sencillamente incuantificables, y la realidad mundial ya no tenía vuelta atrás. A mediados de mes las tropas hicieron un alto al fuego no ordenado por los altos mandos, sino simplemente nacido de la inutilidad absoluta de intentar capturar cien metros de ciudad de día que serían reconquistados en la noche, y dejarían cientos de personas muertas en el proceso. Las autoridades mundiales de la Revolución Religiosa y los líderes de los Recitantes estaban en una encrucijada: la guerra que ellos habían creado moría de inanición, los pueblos de la Tierra se habían cansado de todo, y había llegado el tiempo de la renovación definitiva. Obligados por el devenir de la realidad, revolucionarios y recitantes acordaron crear una nueva realidad, más parecida a la anterior a la revolución, que permitiera a todos ser felices y vivir en paz. Para ello hicieron el cambio sustancial que necesitaban: cambiar de una vez y para siempre el sistema bancario. Los precios ya no serían fijados por grandes capitales sino por las personas, atendiendo a sus necesidades y no a los intereses del mercado; los intereses de los créditos quedarían establecidos por ley en base a los ingresos de cada grupo familiar; las acciones se transarían en la bolsa sólo una vez a la semana, para evitar especulaciones del día a día. Así, la distribución de los recursos sería más equitativa y la posibilidad de hacerse millonario de la nada a costa de los pobres estaba por fin un poco más controlada. Los plutócratas por su parte habían logrado su objetivo: después de diez años de lucha entre bandos que nunca debieron existir, eran por fin dueños absolutos de todos los recursos renovables, y de todos los derechos de administración de los no renovables. Desde ese momento en adelante los modelos económicos dejaron de tener importancia para ellos: la propiedad del planeta estaba en sus manos, y los habitantes seguían siendo felices en su ignorancia.

FIN

1 Comments:

Blogger Don Paulo said...

ufff, sabes, creo que lo verosímil pende de un hilo en muchas partes. Sin embargo, puede ser estilo. Lo que si me costó leer pues no obstante vas planteando antagonismos, no percibo que realmente existan dificultades, y eso hace que si bien son años de historia no se siente ese peso del tiempo transcurrido.
Bueno, por otro lado, siempre destaco tu aliento maratónico para escribir, lo cual te ha ayudado a ir mejorando.
Un abrazo Dr!

2:57 p.m.  

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