Mientras las hojas de los árboles del
parque caían secas a la tierra producto del otoño, Miguel degollaba
transeúntes al azar por placer. Ese domingo había una feria
artesanal que abarcaba una importante superficie del terreno, el cual
estaba lleno de familias en pleno que paseaban plácidamente hasta la
llegada de Miguel. El joven apareció de improviso en una moto, se
bajó de ella, sacó una especie de espada japonesa de menores
dimensiones, y empezó a abrir las gargantas de quienes estaban cerca
de él, y a sonreir con cada cadáver que caía inerte al suelo y con
cada familia que espantada no entendía cómo un día de felicidad se
transformaba en segundos en una vida de odio y amargura. Una vez que
la mayoría de las personas más lejanas huyeran corriendo, Miguel
volvió a su moto, la encendió, y empezó a perseguirlos para seguir
degollando a quienes alcanzara, ahora en movimiento.
Mientras el cielo se nublaba, la
temperatura aumentaba, y tímidas gotas de lluvia empezaban a lavar
las calles de la contaminada ciudad, Miguel asesinaba conductores al
azar por placer. A diez cuadras del parque donde había masacrado a
decenas de personas, llegó a una avenida de cuatro pistas por
sentido, y cuando el semáforo dio en rojo, dejó su moto estacionada
en el bandejón central, sacó dos pistolas semiautomáticas, y
empezó a pasear entre los vehículos disparando a dos manos a
diestra y siniestra, asesinando a los conductores y dejando a sus
aterrorizados acompañantes con vida, presos del pánico y de un odio
inconmensurable hacia el desgraciado que había decidido liberar su
psicopatía en las calles esa tarde de domingo. El eterno semáforo y
los vehículos inamovibles de las primeras filas, producto de los
primeros conductores asesinados, lo obligaron a recargar tres veces
cada arma, hasta quedarse sin balas, salvo por un revólver que
llevaba entre sus ropas y que tenía como salvoconducto para las
emergencias. Una vez terminada su masacre, subió a su moto y se
alejó del sitio.
Mientras las personas disfrutaban de
música gratuita interpretada por artistas callejeros en los pasillos
y salidas del tren subterráneo, Miguel deambulaba en silencio por el
atestado andén. En cuanto el tren cerró sus puertas e inició su
marcha hacia la siguiente estación, Miguel empezó a sacar de su
mochila sendas granadas de guerra que lanzó por las ventanas de los
vagones que pasaban frente a él, sin que los pasajeros se lograran
dar cuenta a tiempo. Cuando el tren estaba dentro del túnel, los
artefactos empezaron a estallar, convirtiendo la parte posterior del
vehículo en una verdadera tumba que chorreaba sangre y restos
humanos a raudales, mientras los pasajeros y funcionarios gritaban de
espanto al darse cuenta de la destrucción ocasionada, y llenándose
de odio contra quien atacó a mansalva a quienes no podían
defenderse. Luego de terminada su labor, Miguel salió de la
estación, subió a su moto y enfiló hacia el oriente.
Mientras las policías y los servicios
de ambulancias se distribuían a duras penas entre el parque, la
avenida y la estación del metro, tratando de salvar sobrevivientes,
de contener a todos quienes estaban en shock, y de tratar de
encontrarle alguna lógica a la irracionalidad que había empañado
dicho domingo en la ciudad, Miguel comía tranquilamente un pan con
algo, sentado en la escalinata del museo. Ese día terminaba la
exposición de artículos extraños traídos de oriente medio, y
coincidía con el apogeo de la luna llena. Cuando Miguel terminó de
comer, sacó una pequeña cajita metálica con una forma que la hacía
parecer incompleta, y cuyas rendijas dejaban ver una extraña y densa
luminosidad; el sacerdote sonrió al ver la gigantografía de la
exposición, en que se veía una cajita similar a la que él tenía,
cuya forma era exactamente complementaria a la propia, y que era el
objeto principal para el curador de la muestra y para sus inteciones.
El sacerdote consagrado a Belcebú se incorporó y entró al museo
desenfundando su revólver y llevando con cuidado su caja, rebosante
de su placer de asesino y del odio de los inocentes: esos
ingredientes, mezclados con la sangre desecada de víctimas de
sacrificios humanos de más de cinco mil años, guardada en la caja
de la exposición y justo en noche de luna llena, generarían la
energía suficiente para abrir las puertas del infierno y liberar a
su dios sobre la faz de la Tierra para cumplir su deseo final de
arrasar con toda la humanidad.