El viejo antropófago
inmortal yacía en su falso lecho de muerte. Luego de algo menos de
ochenta años viviendo en el mismo lugar, había llegado el momento
de mudarse y empezar una nueva pantalla que le permitiera seguir
alimentando su cuerpo de cuerpos humanos, y su alma de humanidad.
Después de centurias en lo mismo, ya no era conflicto filosofar con
su comida; mal que mal, luego de asesinarlos y devorarlos, sus
conocimientos no se perdían en el limbo de la sabiduría no
compartida, sino quedaban en su mente para ser usados o compartidos
en alguna de las realidades que se inventaba para poder seguir
viviendo su esencia, y sufriendo su incapacidad para morir.
El sempiterno monstruo no
se cansaba de devorar humanos. Después de haber convivido desde
tiempos inmemoriales con ellos sabía de lo que eran capaces de
hacer, frente a lo cual sus asesinatos y antropofagia eran meros
juegos de niños, y casi una necesidad para recordarle a esa extraña
raza con la cual compartía sólo su forma externa, que pese a sus
ambiciones y a su ego, eran efímeros e intrascendentes como
individuos. Cada vez que llegaba a algún nuevo lugar y empezaba
diezmar a su población, debía inventar alguna coartada para no ser
inculpado: generalmente a la quinta o sexta víctima ya había
aprendido las costumbres de su nueva cota de caza, por lo cual
empezaba a seleccionar a aquellos sin familia, lo suficientemente
pobres, o a delincuentes odiados por todos, para que sus
desapariciones no causaran mayor impacto en los vecinos del lugar.
Esa noche el viejo
antropófago actuaba su papel de agonizante. Había dejado pasar un
mes sin comer, con lo cual había bajado de peso y tomado un
asqueroso tono gris violáceo en su piel, que daba a entender que
estaba en las últimas, cuando solamente estaba con algo de apetito.
Su libreto era simple y completamente efectivo: luego de un par de
horas de sufrimiento para convencer a quienes rodeaban su cama,
espiraba sonoramente y quedaba en apnea algunas horas, hasta que su
cuerpo era depositado en un cómodo cajón, en el que volvía a
respirar con toda tranquilidad. Una semana después, luego de llevar
cuatro o cinco días bajo tierra, simplemente rompía el ataúd y
salía de la tumba, tratando de hacerlo de noche para no ser
descubierto. La mayoría de las veces su primera comida pos mortem
era el guardia del cementerio, cuyos huesos depositaba en su tumba
para darle justa sepultura a quien tal vez no merecía morir. De sus
bienes no recuperaba nada, lo que daba exactamente lo mismo: lo
material era completamente prescindible después de tantos siglos de
existencia.
Luego de morir en su cama
y aguantar la respiración poco menos de una hora, llegó el ataúd
donde lo depositaron. La caja era bastante incómoda, sin los
acolchados a los que estaba acostumbrado cada vez que moría; le
parecía un poco extraño tanta premura por sacarlo de la cama y
meterlo al cajón, pues siempre debía estar varias horas rodeado de
gente llorando cínicamente su partida, en espera de haber sido
recordados en algún testamento que jamás había escrito. Ahora no
hubo llantos, besos ni abrazos al cadáver, sino huida y premura; en
cuanto lo metieron al cajón martillaron rápidamente la tapa, lo
sacaron del lugar donde había vivido toda esa farsa llamada vida y
lo subieron a una carreta con caballos que partió rauda con rumbo
desconocido. El antropófago estaba intrigado pero no asustado, ya
había pasado por muchas muertes, inclusive en algunas oportunidades
fue descubierto y sometido a crueles torturas que apenas le dejaron
algunas cicatrices que no duraron más allá de una tarde. Ahora no
le quedaba más que esperar para saber qué sorpresa le tenían
preparada los humanos.
Después de una hora de
frenética cabalgata la carreta se detuvo, y el ataúd fue llevado en
andas; era fácil reconocer el vaivén de la marcha humana cargando
su cuerpo en una caja, por lo que suponía estaba pronto a ser
sepultado y por ende, salir de la curiosidad. De improviso su ataúd
fue depositado en otra plataforma que se empezó a mover con suavidad
por cerca de media hora más. Cuando el movimiento se detuvo el
antropófago inmortal sintió ruido como de cadenas, luego de lo cual
su cajón fue levantado y lanzado por los aires: un par de segundos
después el fondo del ataúd chocaba contra la superficie del mar, y
empezaba a llenarse velozmente de agua. En el instante en que el
inmortal intentó liberar la tapa descubrió que el cajón había
sido amarrado con pesadas cadenas para impedir su salida y para hacer
las veces de lastre. Los humanos le habían ganado esa batalla, el
paso siguiente era esperar dar con el fondo del mar, y una vez ahí
encontrar algún punto débil en la caja para poder escapar y
planificar su venganza contra esa raza maldita, una vez hubiera
vaciado el agua de mar de su estómago y pulmones.