Joaquín cargaba las dos últimas balas
que le quedaban en las recámaras vacías de su revólver calibre .45
de cañón largo. Su madre le había regalado esas dos balas para su
cumpleaños número dieciocho, a sabiendas del destino que había
elegido su hijo, que era el mismo que el de toda la familia. La
familia era el núcleo de todo, religioso, moral y laboral, y era ese
primer punto el que estaba a cargo de la línea materna; la moral no
existía más allá del no traicionar a tu propia sangre, y lo
laboral era lo que mantenía a ese férreo grupo unido ya por más de
un siglo. Los apellidos en la mafia eran un distintivo que daba
categoría y presencia dentro del negocio, y el de la familia de
Joaquín era uno de los más temidos y odiados por todos los grupos.
Sin embargo, gracias a lo metódicos y unidos que eran, sus rivales
no eran capaces de provocarles bajas, y las pocas que tenían en los
tiroteos eran de soldados menores no emparentados con la familia.
Joaquín era un asesino escéptico pero
respetuoso de las tradiciones. Su misión en la familia era asesinar
rivales seleccionados para generar quiebres y debilitamientos en los
otros grupos, y así poder apoderarse de territorios y clientes en el
corto plazo, para expandir el imperio familiar en el largo. Como buen
sicario, Joaquín escogía sólo las mejores armas para sus trabajos,
pero siempre cargaba consigo un viejo revólver calibre .45 de la
Primera Guerra Mundial, regalo de su abuelo, quien la obtuvo al
degollar a un compañero herido en el fragor de la batalla. Aparte de
ese recuerdo bañado en sangre, el joven usaba armas de última
generación, diseñadas inclusive para disparar bajo el agua. Los
trabajos de la mafia debían cumplirse bajo cualquier circunstancia,
y los errores no eran tolerados, pese a ser uno de los hijos del
capo. Su último trabajo había sido bastante odioso, había tenido
que asesinar a una pequeña de cinco años, hija del jefe de un nuevo
cartel que intentaba entrar al negocio; ese asesinato aseguró la
salida del mafioso de su territorio, pero la sonrisa de la niña
antes de morir no se borraba de su mente.
Joaquín cargaba las dos últimas balas
que le quedaban en las recámaras vacías de su revólver calibre .45
de cañón largo. Gracias a su madre tenía la última esperanza de
salvarse de esa horrenda tribulación; esa noche se había organizado
una cena íntima de la familia, donde sólo estaban invitados sus
padres, sus hermanos, sus cónyugues y sobrinos. Al menos una vez al
año el núcleo familiar se reunía a compartir ideas para expandir
el negocio, y por tradición debía ser en torno a una apoteósica
cena. De pronto Joaquín vio aparecer lo imposible: la niña que
había asesinado semanas atrás estaba en medio del comedor, jugando
con sus sobrinos. De inmediato se puso de pie, sacó una de sus
pistolas automáticas y le descerrajó tres tiros a la cabeza,
matándola de inmediato. Al acercarse descubrió con espanto que se
trataba de la hija de su hermano mayor, y que la pequeña hija del
mafioso rival era la que estaba al lado. Nuevamente disparó a la
cabeza, matándola en el acto; cuando dio vuelta el cuerpo para
cerciorarse, vio con horror que había muerto al hijo menor de su
hermana melliza. La pequeña maldita aparecía una y otra vez delante
del cuerpo de alguien de su familia, y cada vez que creía haberla
vuelto a matar, descubría que había ultimado a alguno de sus seres
queridos. Ahora estaba parapetado detrás de una mesa, luego de
vaciar todos sus cargadores de balas y ya sin familia a la que honrar
y proteger, con las dos balas de plata consagradas por su hermano el
sacerdote, preparadas especialmente para eliminar fantasmas. Cuando
cerró la nuez del gran revólver la pequeña apareció frente a él:
sin dudar le disparó a la cabeza, acertando medio a medio en la
pared del fondo. Cuando la niña le sonrió, Joaquín puso el cañón
del revólver en su mentón y disparó la segunda y última bala
consagrada, que atravesó su cabeza y liberó su alma a ir a purgar
su castigo al infierno, mientras la pequeña fantasma lo observaba
sin dejar de sonreir.