Si entras a este blog es bajo tu absoluta responsabilidad. Nadie asegura que salgas vivo... o entero. Si imaginaste que aquellas pesadillas interminables que sufrí­as de niño cuando te daba fiebre eran horrorosas, prepárate para conocer una nueva dimensión de la palabra HORROR...

miércoles, noviembre 28, 2012

Sicario

Joaquín cargaba las dos últimas balas que le quedaban en las recámaras vacías de su revólver calibre .45 de cañón largo. Su madre le había regalado esas dos balas para su cumpleaños número dieciocho, a sabiendas del destino que había elegido su hijo, que era el mismo que el de toda la familia. La familia era el núcleo de todo, religioso, moral y laboral, y era ese primer punto el que estaba a cargo de la línea materna; la moral no existía más allá del no traicionar a tu propia sangre, y lo laboral era lo que mantenía a ese férreo grupo unido ya por más de un siglo. Los apellidos en la mafia eran un distintivo que daba categoría y presencia dentro del negocio, y el de la familia de Joaquín era uno de los más temidos y odiados por todos los grupos. Sin embargo, gracias a lo metódicos y unidos que eran, sus rivales no eran capaces de provocarles bajas, y las pocas que tenían en los tiroteos eran de soldados menores no emparentados con la familia.

Joaquín era un asesino escéptico pero respetuoso de las tradiciones. Su misión en la familia era asesinar rivales seleccionados para generar quiebres y debilitamientos en los otros grupos, y así poder apoderarse de territorios y clientes en el corto plazo, para expandir el imperio familiar en el largo. Como buen sicario, Joaquín escogía sólo las mejores armas para sus trabajos, pero siempre cargaba consigo un viejo revólver calibre .45 de la Primera Guerra Mundial, regalo de su abuelo, quien la obtuvo al degollar a un compañero herido en el fragor de la batalla. Aparte de ese recuerdo bañado en sangre, el joven usaba armas de última generación, diseñadas inclusive para disparar bajo el agua. Los trabajos de la mafia debían cumplirse bajo cualquier circunstancia, y los errores no eran tolerados, pese a ser uno de los hijos del capo. Su último trabajo había sido bastante odioso, había tenido que asesinar a una pequeña de cinco años, hija del jefe de un nuevo cartel que intentaba entrar al negocio; ese asesinato aseguró la salida del mafioso de su territorio, pero la sonrisa de la niña antes de morir no se borraba de su mente.

Joaquín cargaba las dos últimas balas que le quedaban en las recámaras vacías de su revólver calibre .45 de cañón largo. Gracias a su madre tenía la última esperanza de salvarse de esa horrenda tribulación; esa noche se había organizado una cena íntima de la familia, donde sólo estaban invitados sus padres, sus hermanos, sus cónyugues y sobrinos. Al menos una vez al año el núcleo familiar se reunía a compartir ideas para expandir el negocio, y por tradición debía ser en torno a una apoteósica cena. De pronto Joaquín vio aparecer lo imposible: la niña que había asesinado semanas atrás estaba en medio del comedor, jugando con sus sobrinos. De inmediato se puso de pie, sacó una de sus pistolas automáticas y le descerrajó tres tiros a la cabeza, matándola de inmediato. Al acercarse descubrió con espanto que se trataba de la hija de su hermano mayor, y que la pequeña hija del mafioso rival era la que estaba al lado. Nuevamente disparó a la cabeza, matándola en el acto; cuando dio vuelta el cuerpo para cerciorarse, vio con horror que había muerto al hijo menor de su hermana melliza. La pequeña maldita aparecía una y otra vez delante del cuerpo de alguien de su familia, y cada vez que creía haberla vuelto a matar, descubría que había ultimado a alguno de sus seres queridos. Ahora estaba parapetado detrás de una mesa, luego de vaciar todos sus cargadores de balas y ya sin familia a la que honrar y proteger, con las dos balas de plata consagradas por su hermano el sacerdote, preparadas especialmente para eliminar fantasmas. Cuando cerró la nuez del gran revólver la pequeña apareció frente a él: sin dudar le disparó a la cabeza, acertando medio a medio en la pared del fondo. Cuando la niña le sonrió, Joaquín puso el cañón del revólver en su mentón y disparó la segunda y última bala consagrada, que atravesó su cabeza y liberó su alma a ir a purgar su castigo al infierno, mientras la pequeña fantasma lo observaba sin dejar de sonreir.