Pedro Montoya
salió del baño del bar. La música sonaba a gran volumen, haciendo que todos
tuvieran que gritar para intentar escuchar a sus incidentales interlocutores.
Montoya estaba ubicado en uno de los extremos de la corta barra, tratando que
nadie notara su presencia, y bebiendo con calma un gran vaso de ginebra de
dudosa procedencia: mientras no tuviera gusto a aguardiente aromatizado como el
ron o el pisco que servían en el lugar, ni el sabor a nada del vodka, el
apagado hombre bebería sin molestar a nadie. De pronto vio al barman salir del
baño y dirigirse presto y con cara de enojo hacia él: instintivamente apuró el
contenido del vaso, pues suponía que la conversación terminaría mal.
—Muéstrame las
manos—dijo el barman, tomando las muñecas de Montoya para poder ver sus
nudillos y sus dedos—. Por la cresta, ¿qué te dije cuando llegaste?—preguntó el
hombre a Montoya, quien fijó su vista en el piso.
—¿Necesitas
ayuda?—preguntó tras él un obeso hombre de piel curtida, que trabajaba como
guardia en el bar.
—No, a este lo
arreglo yo—respondió el barman, para luego voltear hacia Montoya, sin soltar
sus muñecas—. Te he dicho hasta el cansancio que no agarres a puñetazos las
paredes del baño. Eres tan bruto que las golpeas hasta sangrar, y dejas tu
sangre impregnada en las paredes. Te dije lo que iba a pasar si te pillaba de
nuevo, ¿cierto?
—Responde
huevón, te están hablando—dijo el guardia con voz de enojado, sin lograr que
Montoya despegara su vista del suelo.
—Déjalo, si este
huevón no habla. Ya, te fuiste del bar, y no te quiero de vuelta hasta que se
te pase la tontera, huevón idiota—dijo el barman, para luego llevar por las
muñecas a Montoya hasta la entrada y dejarlo parado en el lugar, mirando
concentrado el piso.
—Yo no sé por
qué le perdonas tanto a ese loco de mierda, yo ya le hubiera sacado la chucha
hace tiempo, y lo hubiera vetado para siempre del lugar—dijo el guardia,
contrariado.
—Porque el tipo
no es malo, solamente es loco—respondió el barman—. Además, el tipo estará a
más tardar en tres días de vuelta, pagando la cuenta y dejando una propina
decente.
Montoya se alejó
del lugar, algo amargado por haber sido nuevamente sacado del bar que más le
gustaba. Su deambular era errático, producto de no saber a dónde ir; de pronto,
sus pies parecieron adquirir vida propia, por lo que se dejó llevar al destino
que fuera que le tenían deparado. Cinco minutos más tarde Montoya estaba parado
en la puerta de un club elegante, al que entró sin que el portero o el guardia
pudieran siquiera alcanzar a reaccionar. Sin siquiera acercarse a la barra o a
alguna mesa, el hombre se dirigió al baño de mujeres, provocando la estampida
de sus usuarias, al ver al mal vestido hombre que entró al lugar y de la nada
empezó a lanzar puñetazos al aire, para luego terminar por golpear con
violencia uno de los pilares del gran espejo que adornaba la lujosa habitación.
Apenas veinte segundos más tarde dos enormes tipos lo tomaron bajo los brazos y
lo sacaron del lugar por la puerta posterior; justo cuando se disponían a darle
la golpiza de su vida, el portero los detuvo, dejando que Montoya se fuera
caminando cabizbajo, como siempre.
—¿Qué mierda te
pasa, acaso no viste el escándalo que armó ese degenerado, huevón?—dijo el
guardia más añoso y más agresivo—. Ese tipo anda de pub en pub haciendo shows
de boxeo en los baños, y nadie hace nada.
—Cálmate,
Montoya es un loco inofensivo, y aunque no lo parezca es más útil que
cualquiera de nosotros para la sobrevivencia de nuestros trabajos—dijo el portero, para luego
agregar—. Si alguna vez yo no estoy, y él entra al baño, deja que le pegue a
las paredes y cuando termine, sácalo sin hacerle nada.
Montoya seguía
caminando sin rumbo fijo. Luego de pasar por dos bares aún no lograba
emborracharse; ese era el único modo que tenía para dejar de ver a los
fantasmas de los fallecidos en cada bar, a quienes reducía a puñetazos para que
pudieran reaccionar, y seguir de una vez por todas sus caminos hacia lo que
fuera que significara la palabra eternidad.