En las postrimerías de la vida, Raquel insistía en maquillarse
exageradamente. La mujer de 84 años podía pasar hambre, tener sed, estar
enferma, triste o sola, pero nada la sacaba de su ritual de maquillaje matinal.
Lápiz labial rojo brillante, base rosada, sombra de ojos color casi celeste y
delineador grueso terminaban con su cara marcada como para un show de rarezas
de televisión, cosa que hacía extremadamente feliz a la añosa mujer, quien se
paseaba orgullosa por su casa y por el barrio, cuando debía salir de compras al
almacén de la esquina. Ni los ruegos de su familia, ni los consejos del
sacerdote, ni las burlas de algunos desalmados lograban convencer a la mujer de
maquillarse de un modo más normal, y de dejar de gastar casi un cuarto de su
exigua jubilación en maquillaje.
Esa tarde Raquel veía las noticias con tranquilidad, pues ya estaba
bien maquillada, y ese día el dinero le había alcanzado para comprar un pan y
una mermelada, así que hasta podría almorzar. De pronto el noticiario anunció
lo que todos temían, y que ella sabía que tenía que ocurrir; luego de ver en
todos los canales y asegurarse que no había lugar a dudas, partió a su
dormitorio a buscar su maleta de maquillaje.
Raquel estaba sentada en la mesa del comedor, retocando su maquillaje.
El dolor en su abdomen se hacía cada vez más insoportable, pero no podía morir
sin retocar su maquillaje por última vez. Luego de ver las noticias, sacó de su
maleta de maquillaje el veneno para ratones, lo mezcló con mermelada y se lo
comió con pan, para luego terminar de tragar con el resto de paquete de
mermelada. Raquel estaba cada vez más débil y adolorida, pero no cejaba en su
lucha por maquillarse exageradamente como siempre; sólo cuando el espejo mostró
el rostro que ella quería ver, se pudo dejar caer al suelo para empezar a
vomitar sangre y morir finalmente asfixiada.
Cinco minutos más tarde, la debacle empezó. La puerta de la casa de
Raquel fue arrancada de cuajo; en cuanto vieron su cadáver, todos se acercaron
a ella, pero en el instante de levantar su cabeza, los zombies se encontraron
con el rostro más horrible que podrían haber imaginado. Era tal el nivel de
terror que causó en todos los monstruos la bizarra mezcla de colores, que
ninguno se atrevió a devorar el cada vez más seco cerebro de la horrible
Raquel.