El viejo boxeador caminaba tranquilo hacia la panadería más cercana a
su casa, distante al menos unas ocho cuadras. La larga caminata valía la pena
con tal de tener pan recién hecho y caliente para el desayuno, pese al frío y
la lluvia que debía soportar para lograr su objetivo. Pocas eran las alegrías
que le quedaban en la vida al vetusto boxeador, y una de ellas era el pan
caliente con mantequilla derretida de cada mañana.
El viejo boxeador vivía de una pensión de gracia estatal. El poco
dinero que había salvado de su juventud lo había invertido en comprar la
pequeña casa en que vivía, y en un automóvil que más que reliquia parecía
chatarra, pero que aún creía que en algún instante de apretura económica le
podría servir casi como un salvavidas, al no contar con ahorros ni familia. El
hombre había enviudado hacía más de diez años, y no habían tenido hijos con su
esposa, por lo que no contaba con nadie a quien recurrir frente a alguna
calamidad.
Esa mañana el ex deportista hacía su trayecto de siempre a la
panadería, cubierto por su paraguas que lo protegía de la cortina de lluvia que
caía sobre la ciudad de modo tal que hasta dificultaba su visión. Gracias a su
pasado como boxeador profesional era un hombre bastante pacífico, pero que
sabía bien cómo defenderse; el barrio en que vivía era de gente de bien, pero
de vez en cuando aparecía algún joven ladronzuelo ávido de dinero para comprar
drogas. Sólo en una ocasión le había tocado enfrentar a uno, el que quedó
bastante lastimado luego de despertar los dormidos puños del viejo hombre.
Cuando estaba a dos cuadras de la panadería, un hombre algo más alto y macizo
que él se cruzó en su camino, bloqueándole el paso. El viejo deportista intentó
evitarlo en tres o cuatro ocasiones, sin lograrlo; justo cuando se disponía a
hablarle para pedirle por favor que lo dejara pasar, el hombre le lanzó un
golpe de puño a la cara que el viejo apenas alcanzó a esquivar: acabado el
tiempo de las palabras, empezaría el de los puños.
El viejo boxeador y el hombre macizo estaban enfrascados en un
pugilato absolutamente técnico. Poco tardó el viejo peleador en darse cuenta
que su rival era profesional, por la pureza de su estilo y la fuerza de sus
golpes, que en su gran mayoría terminaron en su guardia; el viejo también logró
encajar un par de manos en el cuerpo de su rival, sin lograr causarle mayor
daño. Luego de cinco minutos de ardua lucha, en que ninguno de los dos logró
noquear al otro, el hombre macizo salió corriendo, y su imagen desapareció tras
la densa cortina de agua que cubría la ciudad.
El viejo boxeador caminaba tranquilo hacia la panadería más cercana a
su casa, distante al menos unas ocho cuadras. Luego de la pelea sentía que la
alegría había vuelto a su cuerpo, pese a estar empapado. Esa mañana estuvo dos
horas contando una y otra vez la historia de su fantástica pelea a sus vecinos,
mientras el dueño del local secaba su chaquetón en uno de los hornos del lugar.
Desde fuera, bajo una lluvia cada vez más suave, lo miraba el recuerdo de un
pasado esplendoroso, que lo visitó para darle una de las últimas alegrías en su
larga vida.