La pequeña niña de cinco años estaba parada frente a la puerta del
templo, llorando desconsolada. La niña no lograba encontrar a sus padres, ya
estaba anocheciendo y empezando a hacer frío, y no entendía por qué había
tantas luces de automóviles intentando enceguecerla, por qué unos hombres de
uniforme le gritaban y le apuntaban con armas de fuego como las de los video
juegos de su hermano, ni menos por qué de su mano derecha colgaba un machete
para desmalezar, cuya hoja estaba casi totalmente cubierta de sangre.
Doris era la hija menor de un matrimonio joven. Su hermano de doce
años era la persona a quien más quería de su familia, pues desde que tenía uso
de razón él había sido su compañero de juegos y protector. Cada vez que sus
padres la retaban por algún error cometido, su hermano salía en su defensa,
siendo capaz hasta de culparse para que nadie molestara a su hermanita. Doris
era una niña feliz en una familia feliz, y con alguien a quien quería y que la
quería por sobre todas las cosas.
Los padres de Doris llevaban dos semanas tratando con algo de frialdad
a la pequeña, por lo cual la niña se había refugiado en el cariño de su
hermano, el cual no la dejaba nunca de lado. Pese a ello, a la pequeña no le
faltaba nada, y cada viernes por la tarde acompañaba a toda la familia al
templo donde consagraban sus almas a dios, luego de lo cual partían todos
juntos a comer algo rico a algún restorán del sector. Cuando por fin llegó el
viernes, Doris se sentía feliz, pues sus padres volverían a hablarle y a
sacarla a comer, y recobraría al menos por algunas horas el cariño de siempre.
Doris y su familia llegaron a la hora de siempre al templo.
Extrañamente, a esa hora el lugar estaba demasiado oscuro, y todos en su
interior estaban en silencio. De pronto un hombre gordo y grande tomó a la
pequeña por el brazo con violencia y la separó de su familia; mientras su
hermano trataba de ir en su ayuda, sus padres lo sujetaban para que no
interviniera: el pastor, en un momento de iluminación, había descubierto que la
pequeña estaba poseída por una bruja, y que el único modo de salvar a su
familia del gran poder del espíritu maligno, era asesinando a la niña. Pese a
los gritos desaforados del hermano de Doris, la pequeña fue acostada sin
problemas por el pastor en el altar, desde donde sacó un enorme machete para
liberar el alma de la inocente niña.
La pequeña niña de
cinco años estaba parada frente a la puerta del templo, llorando desconsolada.
En el instante en que el pastor descargaba con violencia la afilada hoja de
acero sobre el cuello de Doris, su hermano se liberó de los brazos de sus
padres y se lanzó al altar, muriendo casi decapitado en el acto. Ello despertó
la ira en el alma de la vieja bruja al ver morir a su amante de ya cerca de
treinta reencarnaciones, dándole al cuerpo de la niña que guardaba su alma las
fuerzas necesarias para quitarle el machete al pastor, decapitarlo, y luego
degollar a todos quienes compartían el ancestral rito, incluyendo a los padres
de su continente. Luego de terminar salió a la calle, escondiéndose en el
corazón de la pequeña y dejando que el alma de la niña retomara el mando de su
cuerpo. Una vez que le hicieran exámenes psiquiátricos y la dieran en adopción,
el alma de la bruja sólo debería esperar a que el alma de su amante se
apoderara del cuerpo de algún cercano para seguir el camino que los unía en la
maldad por toda la eternidad.