La pequeña niña no tenía con quién jugar. Pese a que la plaza estaba
llena de niños, ninguno de ellos parecía querer jugar con ella, sumiéndola en
una pena tan grande como la que sintió cuando sus padres le dijeron que su
perrito se había ido al cielo luego de haber sido atropellado por un autobús.
La tristeza se había hecho presente en su vida en muchas oportunidades, pese a
apenas tener cinco años de vida.
La pequeña era hija de un matrimonio joven. Madre, padre e hija solían
salir a pasear a la plaza, donde siempre terminaban regañándola por su
costumbre de soltarse de la mano de su madre y partir corriendo a buscar otros
niños para jugar con ellos. La pequeña era muy amistosa, y su gran sonrisa le
facilitaba interactuar con los niños que jugaban día tras día en el lugar, por
lo que siempre terminaba jugando con alguien, mientras sus padres la miraban a
distancia prudente, cuidando que nada la ocurriera.
Esa tarde la pequeña había llegado temprano con sus padres, y tal como
de costumbre luego de caminar un par de metros por el pasto se había soltado de
la mano de su madre para ir a buscar a sus incidentales compañeros de juego.
Extrañamente a esa hora no parecía haber nadie, y cuando los niños aparecieron
un rato más tarde, no parecían querer tomar en cuenta a la pequeña. La niña se
acercó a todos sonriendo feliz, pero sólo cosechó indiferencia; con pena dio la
vuelta para ir a los brazos de sus padres, y en ese instante comenzó su
verdadero calvario: su madre, su padre y su perrito no estaban.
La niña empezó desesperada a gritar el nombre de sus padres, sin
obtener respuesta alguna. El temor la invadió del todo cuando recorrió por
completo la plaza, sin encontrar a sus progenitores, y sin que ello pareciera
preocupar a nadie, ni a sus compañeros de juego de siempre ni a los adultos que
los acompañaban. Al poco rato el temor se había transformado en angustia,
mientras el hambre arreciaba y a nadie parecía importarle.
La pequeña niña no tenía con quién jugar. Luego de horas de búsqueda
infructuosa, la niña se sentó en uno de los columpios de la plaza, a ver si se
le ocurría qué hacer, o se acordaba de cómo volver a la casa. De pronto un niño
más grande que ella se acercó decidido al columpio, y antes que ella pudiera
reaccionarse se sentó en él, pasando a través del cuerpo de la niña. Si la
pequeña no se hubiera soltado de la mano de su madre justo en el instante en
que todos murieron atropellados, su alma hubiera emprendido viaje junto con sus
padres al más allá. Ahora su alma sólo necesitaba entender que estaba muerta
para poder seguir el camino de su madre, su padre, y su perrito.