Esa fría mañana de mayo, el detective Aguayo se encontraba en su auto,
frente a la puerta de un motel, esperando la salida de uno de sus pasajeros
para poder fotografiarlo junto a su incidental pareja y cerrar de una vez por
todas ese seguimiento por infidelidad. La esposa del hombre era una mujer muy
extraña, silenciosa, que casi no dejaba ver su rostro, pero que tenía los
medios suficientes para financiar el trabajo de Aguayo y su discreción. El
detective estaba algo aburrido con lo obsesiva que era su clienta, pues lo
llamaba todos los días para preguntar por avances en la investigación; sin
embargo, y pese a que le cobraba bastante más que la tarifa habitual, la mujer
pagaba sin reclamar, por lo que Aguayo consideraba dentro del precio el derecho
a llamarlo y preguntarle lo que se le ocurriera.
Aguayo estaba terminando el tercer café de la madrugada. Los amantes
habían llegado cerca de las doce de la noche, así que el detective esperaba que
entre seis y media y siete de la mañana abandonaran el lugar para ir a sus
trabajos o a sus domicilios. Justo cuando buscaba dónde dejar el vaso vacío y
pensaba en ir por algo para desayunar, la pareja salió del motel: de inmediato
Aguayo empezó a grabar un video con una cámara digital disfrazada tras el
parabrisas de su auto, mientras él se hacía el dormido. Luego que la pareja se
despidiera con un apasionado beso y que cada cual siguiera su camino, el
detective detuvo la grabación y la revisó antes de respaldarla: la evidencia
era innegable, y con ese registro podía dar por concluido el trabajo, para
poder entregarle el informe a su clienta.
Aguayo se dirigió a su oficina, en donde respaldó el video y se dispuso
a dormir unas tres horas: su clienta lo llamaba puntualmente a las once de la
mañana todos los días, así es que podría descansar a sabiendas que a esa hora
podría darle a la mujer la información que necesitaba, y así poder cobrar el
dinero que merecía por su trabajo. De pronto el teléfono sonó y Aguayo, luego
de desperezarse, preparó mentalmente el discurso que usaría para darle a su
clienta la mala noticia; luego de un breve diálogo, la mujer le dijo que
estaría en media hora en su oficina, para ver las evidencias y pagarle el resto
de sus honorarios.
Exactamente treinta minutos después la mujer entró al lugar, dejando
sobre el escritorio un pequeño maletín, y disponiéndose a ver lo que Aguayo tenía
para ella. Luego de ver el video, la mujer miró a Aguayo, quien guardaba un
respetuoso silencio, soltó los seguros del maletín, sonrió, para de improviso
empezar lentamente a desmaterializarse frente a los ojos de aterrorizado
detective, quien no atinó a reaccionar. Sólo media hora después Aguayo fue
capaz de acercarse al maletín y abrirlo con sumo cuidado: en él estaba todo el
dinero que faltaba para pagar sus honorarios, y una carta donde la mujer le
contaba su verdad. La mujer había muerto cinco años atrás, y por el apego y el
inmenso amor que le tenía a su marido, le fue imposible partir al más allá sin
asegurarse que alguien más lo cuidaría por el resto de su vida. Una vez que se
convenció de todo lo que sus ojos habían visto, el hombre guardó en la caja
fuerte la carta y la copia del video de seguridad de su oficina donde aparecía
el registro de la mujer despareciendo en la nada, y se llevó el maletín con el
dinero al banco: por fin su caja fuerte tenía algo de valor.