El afilado cuchillo entraba con extrema facilidad a través de la
delgada cáscara de la calabaza. Pese a no ser una festividad de su total
agrado, la noche de brujas había entrado con fuerza en las maleables mentes de
los niños, obligando al padre a jugar el juego de los dulces y los adornos para
complacer a sus hijos, de siete y cinco años, que alucinaban con el día de
disfrazarse y salir a pedir golosinas por el barrio. Si bien era cierto el
joven padre era capaz de transar respecto de la festividad, en lo que no
cejaría era en su intento por evitar el comprar todo listo para ser instalado: no
soportaba los adornos plásticos y los disfraces comprados, si es que él, su
esposa y sus hijos eran capaces de hacer todo con sus propias manos, a la
medida, y a su propio gusto.
Para esta ocasión, a él le había tocado hacer los adornos para la
casa, y a su esposa los disfraces de todos, para poder salir a buscar dulces en
familia y pasar un rato agradable; sus hijos, por su lado, estaban adornando
las bolsas que esperaban llenar de golosinas la anhelada noche. Luego de armar
guirnaldas, calaveras y fantasmas de papel, el hombre había empezado con el
trabajo más delicado: tallar las calabazas a la usanza de las películas de
terror, y una vez ahuecadas, colocar dentro de ellas sendas velas negras que
las iluminaran de modo tal que causaran verdadero temor.
De pronto, un fuerte y ahogado grito lo asustó, corriendo hacia la
habitación en que se encontraba su esposa: la mujer se distrajo un segundo
mientras cosía, atravesando sin querer su dedo índice con la aguja, sin
atreverse a quitarla al ver que la punta había salido por el otro lado del
dedo. El hombre tomó con cuidado el dedo de su esposa, y con un alicate logró
sacar la aguja sin mayores lesiones, mientras un pequeño chorrito de sangre
cayó dentro de la calabaza que el hombre no alcanzó a soltar al ir en auxilio
de su esposa.
Esa noche la familia estaba lista para salir a cazar dulces. Ataviados
con sus disfraces y bolsas adornadas, todo estaba dispuesto para disfrutar la
fiesta en familia, y luego repartir los dulces entre todos para fomentar en sus
hijos el sentido de la generosidad. Antes de salir, el padre encendió las velas
dentro de las calabazas a las afueras del hogar, para luego unirse a su familia
en la entretenida noche de recolección que tenían por delante.
Una hora después, las bolsas de ambos niños estaban repletas de
golosinas, casi a punto de reventar. Camino a casa padre, madre e hijos comieron
unos cuantos dulces, para repartir el grueso del tesoro en el hogar. La
algarabía de la repartición de los dulces dio paso a la modorra, luego de la
larga caminata y el exceso de azúcar y chocolate consumidos esa larga noche.
Sin que fuera necesario presionarlos ni convencerlos, los niños partieron casi
aturdidos a sus dormitorios a dormir, luego de un necesario paso por el cepillo
de dientes.
A la mañana siguiente, los abuelos de los niños llegaron de visita al
hogar, a traer más golosinas y a compartir una jornada familiar que ya se había
convertido para ellos en una tradición. Los padres de ambos padres se
encontraban en la puerta de la casa, bellamente decorada con sendas calabazas
talladas a mano; luego de tocar el timbre en varias ocasiones sin obtener
respuesta, uno de los adultos mayores decidió golpear la puerta, la que se
abrió de inmediato, dejando a vista de los cuatro ancianos el cuadro más
horroroso que hubieran podido imaginar: en el suelo yacían los cuerpos de ambos
padres y sus hijos, con las caras talladas cual calabazas, y con dichos agujeros
labrados en sus irreconocibles rostros repletos de los dulces recolectados la
noche anterior. En el jardín, y al lado de la calabaza alimentada con la sangre
de la herida del dedo de la mujer, y traída a la vida por la llama de la vela
negra, se encontraba enterrado el cuchillo con que le habían dado forma, y con
el cual había devuelto el favor a los humanos.