El espectro esperaba pacientemente a que llegara la hora en que José
despertaba. Sentado en el borde de la cama, sabía que la hora de despertar era
cuando más débil e indefenso se encontraba, por lo que poseer su cuerpo se
hacía una tarea extremadamente fácil. De pronto vio que el teléfono se
iluminaba antes de empezar a sonar como alarma, señal precisa para preparar su
entrada: en cuanto José volteó y abrió los ojos, el espectro se lanzó con
violencia hacia su nariz, entrando por completo y dejando a José con una
extraña sensación.
El espectro se acomodaba en el cuerpo de José, empujando de su sitio
el alma del hombre sin mayores contemplaciones: el espectro tenía claro que no
pasaría muchas horas en el lugar, por lo que debía aprovechar cada segundo para
hacerse de la mayor cantidad de energía, y así poder volver, tal como cada
mañana, a invadir el cuerpo de su víctima y perpetuar el martirio de esa alma
inmortal encarnada. Así, el espectro empujaba y arrinconaba el alma, y se hacía
cada vez más y más grande, capturando toda la energía del cuerpo y dejando al
alma propietaria en un extraño estado de inanición, que lograba aturdirla el
tiempo necesario para lograr su cometido.
José se movía lento por la ciudad. Hacía varios días que se sentía
hinchado, con una sensación como que en cualquier momento iba a estallar, pero
sin presentar problemas digestivos ni de apetito. La extraña mezcla de
sensaciones físicas que lo invadían estaban llevando su vida a un estado lo
suficientemente desagradable como para que le fuera incómodo enfrentar el día a
día, llevándolo inclusive a pensar en consultar, a ver si existía alguna
pastillita que alejara ese cúmulo de
cosas raras que le impedían ser quien sentía que siempre había sido.
Con el paso de las horas, José parecía estar algo menos incómodo.
Luego del trabajo de la mañana, y de almorzar sin sentirse mal, José empezó
lentamente a olvidar esa sensación de estallido, y sin sentirse pleno, al menos
podía funcionar a un ritmo un poco más adecuado a las necesidades de su vida
diaria. De pronto y casi sin darse cuenta, la sensación de plenitud había
desaparecido, y hasta era capaz de reírse de las molestias de cada mañana.
El espectro batallaba denodadamente con el alma de José. En el
transcurso del día, el alma lograba capturar la energía que el espectro no era
capaz de consumir, y así recuperaba fuerzas para dar la batalla y recuperar el
control del continente que le pertenecía por derecho propio y orden divina.
Pasadas las horas, y gracias a vibrar a la misma frecuencia que el cuerpo, el
alma de José lograba expulsar al espectro, pudiendo volver a ocupar su
continente con comodidad, y a reencauzar el cuerpo por su camino natural y su
plan de vida.
El espectro
esperaba pacientemente a que llegara la hora en que José despertaba. Su labor
era día tras día más difícil, pues el alma de José retomaba lentamente el
control. El espectro sabía que debería luego buscar otro cuerpo que ocupar,
para seguir nutriéndose de su sufrimiento, pues el tiempo estaba pasando y su
influencia era cada vez menor en la vida de José. El tiempo, el sempiterno
Cronos, era el único capaz de alejar el espectro de la angustia de las almas
atormentadas.