Tengo el martillo y el bate de madera
listos. Tengo los guantes que uso para las mancuernas puestos, y las manos
vendadas bajo ellos. Tengo el odio vivo, las frustraciones latentes, la rabia
despierta, los reflejos calibrados, la ira…la ira controlada. Si libero la ira
me gobernará, y me impedirá acabar con quienes merecen ser acabados. Sí, me
erigí como un demiurgo, elegí un pueblo y lo hice mío, y quienes se niegan a
seguir mis reglas y mi ego, morirán por mi cruenta mano y mis inanimadas
herramientas. Sí, mis reglas son antojadizas, irracionales, crueles, pero son
mías, y nadie del pueblo que hice mío vivirá si no sigue mis reglas.
No me hice un decálogo como el del libro
del demiurgo original, mi mandamiento es uno, claro y preciso, simple y
conciso: “Razonarás antes de actuar”. Y ahora mi pueblo sufrirá mi ira, por no
ser capaces de seguir tan simple mandamiento. ¿Por qué se niegan a pensar, y
les da por reaccionar como primates o seres inferiores? ¿Por qué no entienden
que su dios no soy yo ni sus egos, sino sus cerebros? ¿Por qué luchan contra el
instinto de pensar, y se rinden ante la pulsión de actuar irracionalmente?
¿Iglesia? No gracias, no quiero a nadie
arrogándose mi representatividad, yo me represento, y quien piense lo contrario
debe estar preparado a ver el contenido de su cerebro desparramado en el suelo.
No tengo hijos, así que no habrá mesías ni sacrificio, ni apóstoles
tergiversados que fueron sabios pero que terminaron siendo teatralizados como
ignorantes por una manga de ambiciosos. Yo soy el fundamento de mi mandamiento,
el pilar de mi edificación, el sostén de mis ideas. Yo soy mi piedra, mas no
una que sirve de cimiento, sino que me hace tropezar unas veces, o que hace de
lastre en otras. El status quo es mi ley, y no puedo derogarla pues es parte de
mí.
Camino entre el pueblo que elegí y que
hice mío, y nadie me respeta, me ovaciona, me reza o me idolatra: mi propio
pueblo, el llamado a cantar loas sobre mí, parece ignorarme. Nadie teme al
verme armado con mi bate y mi martillo; nadie tiembla a cada paso que doy,
rogando por mi perdón o mi bendición; nadie parece notar siquiera que existo.
Creo que llegó el momento de liberar mi ira en esta traílla de mal agradecidos.
Heme aquí, sentado a las afueras de la
tierra que le prometí al pueblo que elegí como mío. La tierra está vacía,
muerta, abandonada. Mi pueblo murió por mi mano: mi ego no aceptó que el pueblo
que elegí como mío no me considerara como su creador, y me convertí en su
destructor. Mi martillo y mi bate pesan más que al principio del fin, pues
empapados de sangre están hasta en sus más íntimas fibras; mis guantes y vendas
quedaron inutilizados; mis brazos están cansados; mi piel está embebida en la
sangre de quienes rogaron misericordia cuando ya era demasiado tarde. Ahora soy
un demiurgo sin pueblo, el hazmerreír de los ángeles caídos, la vergüenza del
resto de demiurgos, comentario obligado de los habitantes del monte Olimpo; lo
peor de todo, es que siento la mirada de uno que está más allá de mi
entendimiento, y que aún no necesita liberar su ira para hacer cumplir su ley.