Alejandro estaba cansado. Su cerebro no lo dejaba en paz, y necesitaba
calmarlo con la droga para que no pensara más locuras y lo terminara metiendo
en problemas. Su adicción se ponía peor a cada día, y no parecía tener salida:
su cerebro parecía no entender acerca de límites, y ello lo estaba matando día
tras día; más encima el dolor de espalda y sus pulmones dañados lo tenían casi
sumido en una depresión de la que sólo lograba salir consumiendo más y más
droga.
Esa noche Alejandro invitó a dos conocidos a la casa, para consumir
con ellos. A Alejandro no le resultaba consumir solo, así es que siempre
invitaba gente que conocía mientras conseguía cocaína, para que todo se diera
en un entorno adecuado a su comodidad; a Alejandro no le importaba compartir la
cocaína, con tal de sentirse bien.
Un par de horas más tarde ambos conocidos estaban casi intoxicados;
ninguno de los dos jóvenes se podía poner de pie, y uno de ellos había empezado
a vomitar un par de minutos antes. Alejandro pacientemente limpió el piso
mientras encendía el fuego para soportar el frío imperante a esas horas de la
noche. Los jóvenes sintieron el calor e inmediatamente empezaron a sentirse
mejor y a quedarse dormidos.
A las 3 de la madrugada Alejandro decidió que era hora de pedirle a
sus visitantes que se retiraran, pues tenía cosas que hacer. Los dos muchachos
caminaron con dificultad hasta la puerta de entrada, que se encontraba cerrada.
Alejandro se acercó al interruptor que abría la puerta, lo apretó, y luego que
la puerta se abriera y se cerrara, bajó al subterráneo a seguir con sus cosas.
Alejandro estaba cansado. Su cerebro no había parado de exigirle droga
durante esas cinco interminables horas, y ahora por fin estaba próximo a
satisfacerlo. La puerta que abría el interruptor no era la de la entrada, sino
una compuerta en el piso que daba a un enorme fogón a gas, donde el par de
desgraciados muchachos cayeron para morir carbonizados. Después de apagar el
fuego y esperar a que se enfriara, Alejandro entró casi desesperado al lugar:
por fin podía recoger las cenizas de los jóvenes carbonizados para seguir
jalándolas y mantener tranquilo a su esclavista cerebro.