Los autodenominados monjes guerreros habían pasado la noche en la
capilla profanada velando sus armas, junto con su líder, y con las mujeres que
habían elegido como sus compañeras de vida. Era extraño ver sobre el altar
mayor de la iglesia pistolas, fusiles, lanzagranadas y proyectiles varios,
mientras en un rincón un cáliz abollado y deslucido no era capaz de reflejar la
luz del foco halógeno a baterías que iluminaba exageradamente la estructura en
demolición. Ninguno de quienes estaban en el lugar había respetado su fe ni sus
votos, y ahora presos de ambiciones de poder y fama, se preparaban para librar
una inexistente guerra santa.
El líder de los guerreros era el único que había guardado el voto de
castidad, luego de decidir que el camino de la iglesia estaba contaminado y
errado, y que el mal estaba en todas partes, y en todas partes debía ser
combatido, sin fijarse si en el proceso morían justos o inocentes. El camino de
la iluminación había sido abierto para él, y ya no quedaba tiempo de cumplir
ritos ni reglas: había que acabar con el mal del modo que fuera, y encomendar a
dios las almas de quienes perdieran sus vidas por error.
Había llegado el momento, los guerreros del templo profanado debían
iniciar su marcha para cumplir el destino que su líder había visto para ellos.
Mientras se preocupaban de cargar sus armas y despedirse de sus mujeres, el
líder salió del lugar para revisar por última vez los vehículos en los que se
desplazarían para distribuirse por la ciudad y cumplir el plan establecido. En
cuanto abrió la puerta la luz del sol lo encandiló, y no fue capaz de anticipar
lo que venía.
Una silueta alta y delgada, vestida de riguroso vestido negro con
capucha, se recortaba frente al sol y a sus ojos. En cuanto descubrió su cabeza,
una llamarada roja semi ondulada lo hipnotizó, dejándolo paralizado y sin
conciencia ni voluntad. De inmediato recordó el pecado que había ocultado por
años, y que ahora venía por él. Siendo un sacerdote recién ordenado, una mujer
triste y apesadumbrada por las malas decisiones en el amor acudió al
confesionario a contarle sus males del alma, y a buscar su auxilio y consejo;
era tal la belleza de la muchacha, que el deseo y el instinto pasaron por
encima de sus votos, y haciendo uso de su capacidad de convencimiento, poseyó a
la joven tantas veces como quiso, hasta que fue sorprendido y reprendido por su
superior, quien le permitió seguir ejerciendo su ministerio si no la volvía a
ver.
El ex sacerdote
miraba con temor a la ahora mujer, que frente a él impedía que siguiera su
camino. El autodenominado guerrero intentó esquivarla, y al no lograrlo, y
pensando en la importancia de su santa cruzada, la empujó. En ese momento sus
manos empezaron a arder, siendo consumido por las llamas en pocos segundos, las
que de inmediato invadieron la edificación, destruyéndola a los pocos minutos y
acabando con todos quienes estaban en ella. La mujer de cabellos de fuego,
nacida como Lilith, había cumplido la misión que le encargara el Altísimo, no
para congraciarse o lograr su perdón, sino porque simplemente así lo había
querido