El arquero tensó silencioso la madera de su arco, al máximo de sus
fuerzas. Con los ojos cerrados, la punta de la flecha sujeta a la tensa cuerda
parecía seguir por inercia al blanco ordenado. De un momento a otro el arquero
desplazó la punta de la flecha algunos milímetros más allá de su objetivo, y
sin esperar señal ni orden soltó la cuerda, dejando escapar el proyectil de
madera con punta de piedra, que avanzó a la par de su víctima, para clavarse en
su pecho tres segundos después, cuando el cuerpo del desafortunado individuo
llegó al lugar al que iba dirigida la flecha; sin abrir los ojos el arquero
soltó un quejido, para luego ponerse de pie y huir a lugar seguro, y así poder
cobrar más tarde ese día la recompensa por su trabajo.
El arquero era el sicario mejor pagado de la región. Si alguien
necesitaba deshacerse de algún enemigo, amedrentar a alguien, o si había alguna
recompensa por alguna persona, él era el indicado para hacerse cargo de la
situación. Su nombre y fama estaban rodeados de leyendas acerca de su capacidad
de acertar a todos los blancos que se proponía alcanzar. Muchos habían hablado
con él para preguntarle acerca de su arco y de sus flechas, a lo cual respondía
sin mayores reparos. En un par de ocasiones inclusive le había regalado el arco
a alguno de los dignatarios que se habían mostrado interesados en su trabajo y
se habían portado generosos con el pago; sin embargo, ni usando sus implementos
su capacidad era siquiera alcanzable por sus frustrados competidores.
Una noche cualquiera llegó al pueblo un hombre de a pie, oculto entre
las sombras, directo a una casa que lo esperaba con comida caliente y refugio,
para no tener que pedir posada y pasar lo más inadvertido posible. El hombre
era un espía enviado por la familia de una de sus víctimas, a encontrar el
secreto del arquero para poder luego cobrar venganza. Después de descansar un
rato y reponer fuerzas, se dirigió sigiloso a la casa del sicario, para tratar
de recabar toda la información posible que lo ayudara a cumplir su misión. Sin
dejarse ver ni oír, encontró un recoveco tras la casa de su objetivo, al cual
daba una ranura entre dos tablas, lo suficientemente ancha como para poder ver
hacia el interior.
El arquero lijaba pacientemente una por una sus flechas, dejando la
madera lo suficientemente lisa como para no lastimarse al enviarlas con su
arco. Luego de amarrar las plumas direccionales en la cola de las flechas y
asegurarse que todas estuvieran perfectamente balanceadas, tomó un frasco con
un aceite, y empezó a frotar con fuerza la madera de su arco, que mantenía
descordado para evitar que perdiera fuerza con la tensión permanente. Mientras
el arco se secaba, el hombre sacó de un balde la cuerda que se mantenía en
remojo, y una vez estuvo seguro que había quedado lo suficientemente húmeda, la
colocó entre dos soportes de madera a esperar que se secara.
El espía miraba con detención cada paso del proceso que seguía el
arquero, fijándose en la prolijidad y paciencia con que seguía cada paso, que
se notaba estudiado y aprendido hacía bastante tiempo; sin embargo, aún no veía
la colocación de las puntas de las flechas, que era tal vez el secreto de todo
el proceso, pues hasta ese instante no había visto nada novedoso en los
cuidados que seguía con las maderas y la cuerda.
El arquero parecía
conforme con su labor. Una vez todo estuvo tal y como debía, tomó una botella,
bebió con rapidez varios sorbos, y se sentó en silencio con los ojos cerrados a
recitar una suerte de oración. El espía no entendía qué era lo que esperaba el
arquero para empezar a trabajar las puntas de piedra de sus fatídicas flechas,
y el ver sentado al hombre rezando lo empezó a impacientar. De pronto el
arquero abrió los ojos como asustado, se sacó la camisa, y se inclinó hacia
adelante como si estuviera a punto de vomitar: en ese momento el espía vio con
espanto que del pecho del sicario empezaron a caer una a una sendas puntas de
flecha de piedra ensangrentadas, mientras el rostro del hombre se desfiguraba
del dolor, el que lograba controlar rezando en voz cada vez más alta. El espía
se alejó aterrorizado, golpeándose contra la pared de madera de la casa del
arquero, lo que alertó al sicario que detuvo el proceso para ir en busca de un
arco armado y una flecha lista. El espía corrió despavorido hacia el bosque; el
arquero cerró los ojos, puso la flecha en el arco, lo tensó y la disparó, sin dejar
de rezar; en cuanto la flecha salió, su mente viajó como siempre en la punta de
piedra, sin mayor dificultad ubicó al espía, y se dirigió en línea recta hacia
su cuello. Tal como siempre, no alcanzó a sacar su mente de la punta a tiempo,
soltando un quejido al impactar a su víctima.