Si entras a este blog es bajo tu absoluta responsabilidad. Nadie asegura que salgas vivo... o entero. Si imaginaste que aquellas pesadillas interminables que sufrí­as de niño cuando te daba fiebre eran horrorosas, prepárate para conocer una nueva dimensión de la palabra HORROR...

miércoles, abril 08, 2015

Trofeo final

De las paredes colgaban trofeos, adornos, instrumentos musicales, diplomas, títulos y distinciones varias. Nadie que viera los muros de esa habitación por primera vez, creería que todas las cosas eran de una sola persona.

Para el dueño de esos muros todo aquello era normal. Para él, lo anormal era enfrascar toda la vida en una sola área y dejar que el resto de las capacidades del cuerpo y del cerebro se perdieran por desidia y abulia: si la vida era totipotencial, había que explotar, aunque fuera mínimamente, un poquito de todas esas potencialidades.

Al lado de una vieja guitarra acústica sujeta a la pared por un atril atornillado, se veía un título profesional, bajo el cual seguían el diploma de un magister, y más abajo, uno de doctorado. Justo al lado de los certificados académicos, terminaba el orden y empezaba la muestra de todos los gustos y disgustos del dueño de casa. Sin orden lógico la muralla empezaba a cubrirse de sombreros, cascos deportivos, guantes de boxeo, relojes, calendarios, botas de vino, repisas con aeromodelos, lámparas, espadas y cabezas humanas. Por sobre todas las cosas, espadas y cabezas humanas.

El detective miraba casi embelesado las paredes de la casa. No lograba salir del asombro al ver las cabezas humanas deshidratadas, casi momificadas, fijadas a los muros por especies de clavos de doble punta, una que penetraba el muro y otra que entraba en cada cráneo por la nuca, dejando la cara visible en todo su horroroso esplendor. Las cerca de treinta cabezas se distribuían libremente en medio del resto de las aficiones del dueño de casa. Por supuesto que lo que más le interesaba eran las cabezas, y las espadas japonesas utilizadas para separarlas de sus respectivos cuerpos, las que colgaban una al lado de cada trofeo humano: el dueño de casa, luego de decapitar a alguien, colgaba la espada al lado de cada cabeza, y no la volvía a utilizar. Las cabezas y sus espadas no seguían ninguna distribución especial, sino simplemente estaban desparramadas como parejas en medio de todas las otras realidades del lugar. Nunca importaron los cuerpos, ellos fueron apareciendo cada cierto tiempo en diversos sitios eriazos, sin marcas ni nada que dejara pistas adecuadas para encontrar al asesino. De pronto un roce en su hombro casi lo paralizó: su compañera de trabajo lo sacó de golpe y porrazo de sus cavilaciones, recordándole que estaban culminando una investigación, y que debían centrarse en el hallazgo principal de esa macabra casa: el autor de los homicidios.

El detective, su colega, y los miembros del laboratorio forense miraban maravillados la escena. Era simplemente imposible entender la genialidad del asesino para planificar el final de su carrera. Cuatro horas antes el dueño de la horrorosa casa había llamado a la policía, identificándose y dando el domicilio en donde se encontraba, y donde estaban todas las cabezas faltantes de los cadáveres encontrados. Dada la larga lista de falsos datos, se envió un móvil con apenas dos detectives para hacer reconocimiento del domicilio como mera formalidad.  Al llegar al lugar se encontraron con la puerta semiabierta, lo que de inmediato los llevó a desenfundar sus armas de servicio e identificarse a viva voz: en cuanto entraron a la sala de estar, se encontraron con la misma escena que ahora admiraban junto con todo el resto del equipo.

Al medio del living, una tablet enfocaba su cámara hacia la bizarra escena. En su memoria se encontraba un video que se seguía grabando hasta la llegada de los detectives, y que fue detenido por uno de los peritos para poder reproducirlo y entender la intrincada y genial dinámica de los hechos. En la pantalla se veía a un hombre de contextura media, cabellera, barba y ojos negros, que luego de encender la cámara y mirar directamente a ella, se dirigió a una larga tabla que abarcaba de sus pies hasta sus hombros, y que estaba fijada al piso flotante por un par de grandes bisagras de acero. El hombre se fijó a la tabla con correas de cuero, quedando sus manos libres, las que tomó firmemente a sus espaldas, para luego dejarse caer hacia adelante, siguiendo el arco de la tabla y sus bisagras. Justo un par de centímetros por delante del borde de la tabla en el piso, y fijada al mismo por sendos soportes metálicos, una espada japonesa con el filo hacia arriba esperaba, justo por delante de una rampa de madera con dos barandas, que se acercaba al suelo en diagonal, y terminaba en una plataforma cilíndrica de no más de tres centímetros de altura. En cuanto la tabla llegó al suelo, la espada separó la cabeza del hombre de su cuerpo, la cual rodó perfectamente por la rampa y terminó afirmada en la plataforma de madera, dejando ver una mueca de miedo peor que las de todas las cabezas fijadas en los muros del ecléctico psicópata. En el borde de la plataforma, bajo la cabeza y salpicada en sangre, se lograba leer en bajorrelieve: “Trofeo final”.