De las paredes colgaban trofeos,
adornos, instrumentos musicales, diplomas, títulos y distinciones varias. Nadie
que viera los muros de esa habitación por primera vez, creería que todas las
cosas eran de una sola persona.
Para el dueño de esos muros todo aquello
era normal. Para él, lo anormal era enfrascar toda la vida en una sola área y
dejar que el resto de las capacidades del cuerpo y del cerebro se perdieran por
desidia y abulia: si la vida era totipotencial, había que explotar, aunque
fuera mínimamente, un poquito de todas esas potencialidades.
Al lado de una vieja guitarra acústica
sujeta a la pared por un atril atornillado, se veía un título profesional, bajo
el cual seguían el diploma de un magister, y más abajo, uno de doctorado. Justo
al lado de los certificados académicos, terminaba el orden y empezaba la
muestra de todos los gustos y disgustos del dueño de casa. Sin orden lógico la
muralla empezaba a cubrirse de sombreros, cascos deportivos, guantes de boxeo, relojes,
calendarios, botas de vino, repisas con aeromodelos, lámparas, espadas y
cabezas humanas. Por sobre todas las cosas, espadas y cabezas humanas.
El detective miraba casi embelesado las
paredes de la casa. No lograba salir del asombro al ver las cabezas humanas deshidratadas,
casi momificadas, fijadas a los muros por especies de clavos de doble punta,
una que penetraba el muro y otra que entraba en cada cráneo por la nuca,
dejando la cara visible en todo su horroroso esplendor. Las cerca de treinta cabezas
se distribuían libremente en medio del resto de las aficiones del dueño de
casa. Por supuesto que lo que más le interesaba eran las cabezas, y las espadas
japonesas utilizadas para separarlas de sus respectivos cuerpos, las que
colgaban una al lado de cada trofeo humano: el dueño de casa, luego de
decapitar a alguien, colgaba la espada al lado de cada cabeza, y no la volvía a
utilizar. Las cabezas y sus espadas no seguían ninguna distribución especial,
sino simplemente estaban desparramadas como parejas en medio de todas las otras
realidades del lugar. Nunca importaron los cuerpos, ellos fueron apareciendo
cada cierto tiempo en diversos sitios eriazos, sin marcas ni nada que dejara
pistas adecuadas para encontrar al asesino. De pronto un roce en su hombro casi
lo paralizó: su compañera de trabajo lo sacó de golpe y porrazo de sus
cavilaciones, recordándole que estaban culminando una investigación, y que
debían centrarse en el hallazgo principal de esa macabra casa: el autor de los
homicidios.
El detective, su colega, y los miembros
del laboratorio forense miraban maravillados la escena. Era simplemente
imposible entender la genialidad del asesino para planificar el final de su
carrera. Cuatro horas antes el dueño de la horrorosa casa había llamado a la
policía, identificándose y dando el domicilio en donde se encontraba, y donde
estaban todas las cabezas faltantes de los cadáveres encontrados. Dada la larga
lista de falsos datos, se envió un móvil con apenas dos detectives para hacer reconocimiento
del domicilio como mera formalidad. Al
llegar al lugar se encontraron con la puerta semiabierta, lo que de inmediato
los llevó a desenfundar sus armas de servicio e identificarse a viva voz: en
cuanto entraron a la sala de estar, se encontraron con la misma escena que
ahora admiraban junto con todo el resto del equipo.
Al medio del living, una tablet enfocaba
su cámara hacia la bizarra escena. En su memoria se encontraba un video que se
seguía grabando hasta la llegada de los detectives, y que fue detenido por uno
de los peritos para poder reproducirlo y entender la intrincada y genial
dinámica de los hechos. En la pantalla se veía a un hombre de contextura media,
cabellera, barba y ojos negros, que luego de encender la cámara y mirar directamente
a ella, se dirigió a una larga tabla que abarcaba de sus pies hasta sus
hombros, y que estaba fijada al piso flotante por un par de grandes bisagras de
acero. El hombre se fijó a la tabla con correas de cuero, quedando sus manos
libres, las que tomó firmemente a sus espaldas, para luego dejarse caer hacia
adelante, siguiendo el arco de la tabla y sus bisagras. Justo un par de
centímetros por delante del borde de la tabla en el piso, y fijada al mismo por
sendos soportes metálicos, una espada japonesa con el filo hacia arriba
esperaba, justo por delante de una rampa de madera con dos barandas, que se
acercaba al suelo en diagonal, y terminaba en una plataforma cilíndrica de no
más de tres centímetros de altura. En cuanto la tabla llegó al suelo, la espada
separó la cabeza del hombre de su cuerpo, la cual rodó perfectamente por la
rampa y terminó afirmada en la plataforma de madera, dejando ver una mueca de
miedo peor que las de todas las cabezas fijadas en los muros del ecléctico
psicópata. En el borde de la plataforma, bajo la cabeza y salpicada en sangre,
se lograba leer en bajorrelieve: “Trofeo final”.