El niño jugaba con las cuatro piezas de madera que le habían dejado en
su caja de juguetes. Sin parecer nada, esos cuatro pedazos rectangulares habían
capturado su atención, pese a que aparentemente fueron fabricados para no
llamar la atención de un niño de poco más de tres años: no estaban pintados de
ningún color, tampoco estaban lacados, no tenían sobre ni bajorrelieves que los
hicieran atractivos, no tenían ningún dibujo en alguna de sus caras, y para
peor, las espigas por las que se imbricaban y unían eran de formas bastante
intrincadas y de un exiguo tamaño, lo que dificultaba manipularlas hasta para
manos adultas diestras en el uso de piezas de madera. Luego de manosear las
piezas, pasarlas por su boca, patearlas, lanzarlas contra la pared, y volver a
pasarlas por su boca, el niño estaba sentado en el suelo con las cuatro piezas
de madera frente a él, mirándolas casi embelesado.
Alrededor de él, la sala del jardín infantil bullía en gritos,
carreras, risas, llantos, y una música que parecía hacer que los niños se
mantuvieran en movimiento, al menos mientras sus sentidos no estuvieran
capturados por algún juguete. Así, los pequeños corrían, se caían, se paraban,
gritaban, se sentaban y se paraban, y cuando el cansancio los vencía, tomaban
algún juguete y centraban su vida en el trofeo que tenían en sus manos. De
tanto en tanto las tías del jardín debían mediar entre dos o más pequeños,
cuando un mismo juguete quería ser usado y monopolizado por más de alguien a la
vez: sólo la sagacidad de las educadoras lograba que alguna de las partes
desistiera de su gusto y lo cambiara por otro juguete que estuviera desocupado,
y al menos se pareciera en algo al original. Todo ello era indiferente al
pequeño de los cuatro trozos de madera, quien no era molestado por nadie, pues
nadie se interesaba en su peculiar entretención.
Después de la hora de la leche, había llegado la hora de dormir. Las
tías ubicaron ordenadamente a los niños en sus reposeras para que durmieran la
siesta que necesitaban para mantener el desarrollo adecuado a sus edades;
cuando llegaron donde el pequeño, y vieron que luego de tomar su leche se
dirigió de inmediato a estudiar detenidamente sus trozos de madera, decidieron
dejarlo un rato hasta que lo venciera el cansancio, para en ese instante
llevarlo a su reposera para cumplir la rutina de cada tarde. Ajeno a todo, el
pequeño seguía mirando sus cuatro trozos de madera, como si nada más importara
en el universo.
El niño se veía cansado. A esa hora de la tarde y luego de comer, el
sueño arreciaba y le costaba mantener sus ojos abiertos. Lentamente el pequeño,
que estaba sentado en el suelo, decidió empezar a recoger sus brazos y sus
piernas, cosa que siempre hacían antes de quedarse dormido. De pronto volvió a
mirar los cuatro trozos de madera, y un extraño brillo se apoderó de su mirada:
sin pensarlo tomó los cuatro trozos, y en menos de cinco segundos fue capaz de
unirlos perfectamente por las espigas que cada uno tenía en uno de sus
extremos. El niño miró la cruz que formó, y antes de ser recogido por la tía
que lo llevaría a su reposera, miró al cielo, y con los ojos llorosos dijo en
voz baja:
—Padre amado, que nuevamente se haga tu voluntad, mas no la mía…