La niebla avanzaba rauda sobre la ciudad, ocultando miradas, sonrisas,
abusos y luces, dejando a la vida sumida en una suerte de brillante y húmeda
oscuridad, que a su vez parecía suspender el tiempo en el segundo que cada cual
estaba sufriendo en ese instante. En cualquier parte de esa nube de
invisibilidad, Raquel caminaba paseando su coche cuna.
Raquel era una muchacha que se veía mucho menor y más inocente que lo
que la realidad afirmaba. Su rostro casi angelical pero inexpresivo apuntaba
siempre al frente, y sus claros ojos parecían no tener vida; aquellos que se
cruzaban con ella en medio de la niebla, juraban haber visto un fantasma.
La niebla a esas alturas de la noche parecía tener vida propia: se
movía entre edificios y arboledas, subía o bajaba antojadizamente, se
concentraba en un lado de la calle y se disipaba en el otro, para luego cruzar
e invertir la imagen, dejando a los pocos que deambulaban a esa hora sin saber
a qué atenerse. Pero nada de ello parecía alterar a Raquel, quien seguía caminando
y paseando su coche cuna.
Sentado a un lado de la realidad, apoyado en la muralla y comiendo un
pan con algo, fruto de parte de las limosnas obtenidas en un día entero de
deambular por entre los afortunados, un vagabundo descansaba sus hinchadas
piernas y miraba el mundo de noche, ese mismo que le había quitado todas las
oportunidades que alguna vez él había desaprovechado, y se sentía satisfecho de
todo lo que le había sucedido, pues gracias a sus errores ahora dependía de la
generosidad de los mismos que directa o indirectamente le habían cerrado las
puertas alguna vez. Mientras devoraba lentamente su pan, vio como de pronto una
niebla invadió el lugar en que se encontraba, acortando su rango visual a
escasos metros, y sumiéndolo en un incómodo frío. En medio de esa extraña y
fría niebla, la silueta de una mujer llevando un coche cuna casi lo paralizó,
sin que la mujer notara siquiera su presencia, tal como casi todo el resto de
la humanidad.
Raquel caminaba
despreocupada llevando delante de ella el coche cuna. Esa misma despreocupación
la había hecho cruzar en una esquina cincuenta años atrás, sin fijarse en el
camión que aplastó y arrastró por al menos una cuadra su coche cuna y a su bebé
de seis meses hacia la muerte y la destrucción. Desde ese entonces la vida de
Raquel dejó de avanzar, dejándola congelada en los diecinueve años de vida, y
condenándose a pasear para siempre a su bebé muerto. El vagabundo pudo ver,
antes de huir despavorido, que la niebla se fue junto con Raquel, y que a la
distancia tenía una inequívoca forma de un bebé gigante, revoloteando y
conteniendo a su sufriente madre.