Llegué borracho a mi departamento, como todos los sábado de madrugada.
Nadie abrió la reja. Nadie abrió la puerta. Nadie había en mi
departamento. Nadie me habló, me ladró, me maulló, o me miró en
silencio. Nadie calentó comida o agua para un café. Nadie me echó de
menos. Aún no puedo aceptar que morí hace veinte años, acuchillado y
borracho, y sigo dando vueltas entre el bar y mi hogar, todas las
noches, de aquí a la eternidad.