La mirada de la joven novia se perdía en el infinito, más allá del
altar, del cristo crucificado, de las alas de la iglesia llenas de bancos de
madera, y de los vitrales que adornaban la ostentosa edificación. Su níveo
traje ajustadísimo se apegaba a su cuerpo, dificultándole por momentos la
respiración, e impidiéndole moverse con un mínimo de comodidad y velocidad. La
iglesia casi vacía en esos momentos parecía reforzar cada ruido que se generaba
en el lugar, en especial los quejidos de quienes agonizaban desparramados por
el suelo, sin esperanza alguna de salvación.
La joven había vivido los nueve mejores meses de su vida, luego de
conocer y enamorarse de quien el destino le había regalado como compañero.
Luego de un breve tiempo de conocerse y salir, se habían ido a vivir juntos, y
habían tomado la única decisión posible para un idilio tal: casarse, para
compartir sus vidas para siempre. Los recuerdos de sus relaciones previas eran
apenas leves sombras en el camino de luz que había tomado, y ya no significaban
ni importaban nada al lado del prometedor futuro que tenía por delante.
Una semana antes de la boda, la feliz novia se encontraba de compras,
para darle una sorpresa a quien se convertiría en su marido. Después de
adquirir la lencería de fantasía que sabía le gustaría a su compañero, decidió
pasar a una cafetería a beber alguna infusión, y a pensar en los sueños que
tarde o temprano llevarían a cabo de a dos. En ese instante una voz conocida se
escuchó a sus espaldas: el espejo de bolsillo le devolvió la única imagen que
podía perturbar su perfecto idilio. En el local de al lado, de espaldas a ella
y bebiendo un vaso de su licor favorito, el hombre al que había dejado por
quien ahora era su novio, susurraba la canción que le había dedicado una y mil
veces.
La muchacha no sabía qué hacer. En ese instante su mente salió del
embotamiento en que se encontraba, y se dio cuenta que a aquel hombre también
lo había amado con toda el alma, y que sólo la oportuna aparición de su ahora
novio había precipitado el quiebre, con quien también había soñado como
compañero de vida, y que había decidido alejarse para siempre al ver que la
mujer que tanto amaba lo había echado al olvido, pese a insistir una y otra vez
por una última oportunidad. De pronto la novia se encontró de frente con su
pasado y sus sentimientos, sin saber si lo que sentía por ese hombre era real o
sólo un cruel recuerdo, y decidió enfrentar la situación para aclarar su mente
y su corazón: apuró la infusión, pagó la cuenta, y se fue a encarar al amor de
su pasado tal vez por última vez.
La joven quedó paralizada. El hombre al que tanto había amado estaba
demacrado, con la mirada fija en ninguna parte, y no paraba de susurrar la
canción de amor de ambos. La joven se paró frente a él y le habló, sin que él
pareciera escuchar ni sentir nada: pese a ser el mismo cuerpo, en esos momentos
parecía tener el alma congelada. De pronto una mano tocó suavemente su hombro:
uno de los mozos del lugar le contó que de un día para otro el hombre había
aparecido en el pub cada noche, a beber y susurrar una canción que para todos
era ininteligible; luego de un par de horas de beber y susurrar, se iba en
silencio para volver a la noche siguiente, durante ya nueve meses, a repetir su
incomprensible rutina. La mujer se acercó a su otrora pareja, se agachó a su
lado, tomó una de sus manos y besó con dulzura sus labios: la única sensación
que recibió, fue un frío triste y desesperanzado.
La mirada de la
joven novia se perdía en el infinito. Sentada a los pies del altar veía los
cadáveres de su novio, el sacerdote, padrinos, familiares, y de los
desgraciados que tuvieron la mala fortuna de estar en la primera fila de la
fallida ceremonia, sin más dolor que el de su muñeca derecha, que había tenido
que aguantar la fuerza del golpe del machete contra los cuellos de quienes la
rodearon cuando se puso a llorar desconsolada, al recordar que al día siguiente
de su reencuentro había vuelto al bar a ver a su antiguo amor, quien había
muerto atropellado esa misma noche. Ese día el mozo, luego de contarle lo
sucedido, le entregó una bolsa que el hombre había dejado a su nombre, en donde
había una rosa, su flor favorita, y un machete, herramienta que su ahora
desaparecido amado había usado para empezar a desmalezar el terreno que había
comprado para hacer una casa para ambos, lo que había ocupado gran parte de su
tiempo, mismo que el hombre con quien se iba a casar había usado para
conquistarla. Ahora la novia acariciaba la rosa, luego de desmalezar su errada
decisión, mientras se armaba de valor para usar la herramienta con la única
persona que quedaba viva en el lugar.