Manuel remaba con todas sus fuerzas. Esa tormentosa madrugada había
resultado peor que cualquiera de sus pesadillas, y ahora debía seguir luchando
contra la mar por su vida, mientras rogaba porque ninguna otra sorpresa
empeorara su casi malograda existencia.
Manuel era patrón de un barco de pesca artesanal. Por treinta años
había luchado por quitarle peces a la mar para hacer de ellos su vida y
sustento. Manuel era cuidadoso de pescar sólo lo necesario para su
subsistencia, y para la de aquellos que trabajaban con él; gracias a ello nunca
les había faltado nada en la vida, e inclusive quienes se habían ido de su lado
y seguido su forma de ser, también habían logrado prosperar y ser hombres de
mar exitosos y hasta felices.
Manuel era un hombre respetuoso de sus tradiciones. Para él, todo lo
que le había inculcado su familia era palabra sagrada, por lo que honraba
dichas enseñanzas cumpliéndolas al pie de la letra sin siquiera
cuestionárselas, aunque ellas pasaran por encima de su religión, o hasta de su
bolsillo. Su padre, hombre de mar como también lo fue su padre, y el padre de
su padre, le enseñó que cada vez que pescara, el primer pez capturado debía ser
devuelto como ofrenda a la mar, para mostrarle respeto. Aún recordaba esa
máxima ineludible, que aprendió a los siete años, cuando por primera vez fue de
pesca en el barco de su progenitor; también recordaba como si fuera ayer, que
en su inocencia se atrevió a preguntar el porqué de dicha tradición, recibiendo
un doloroso bastonazo en la cabeza de manos de su abuela, recordándole que las
tradiciones se siguen y no se cuestionan. Pese a todas las locuras y maldades
de niñez, aquella fue la única vez que alguien de la familia lo golpeó.
Esa madrugada uno de sus hombres llegó con su hijo de dieciocho años
para empezar a enseñarle el oficio, luego que el joven se negara a seguir
estudiando o a trabajar en tierra, pese a tener a su pareja incidental
embarazada. El muchacho parecía no entender normas o no querer seguirlas, y
casi se quedó en tierra al negarse a usar salvavidas; sólo cuando vio que
quedaría abajo se lo colocó, y fue autorizado por Manuel a subir. Luego de
navegar veinte o treinta millas mar adentro, echaron las redes y tal como
siempre, una vez levantadas pero antes de recogerlas, Manuel sacó con una red
de mano uno de los peces, y lo devolvió a la mar como ofrenda, sin percatarse
que justo antes el aprendiz había sacado con un arpón otro pez, para mostrarles
a todos que él era más rápido que el patrón; cuando Manuel se dio cuenta, ya
era demasiado tarde.
Una enorme ola apareció de la nada, barriendo con la cubierta del
barco y llevándose con ella al muchacho, su padre, y dos hombres más. El resto
de la gente corrió a sujetarse de donde pudiera, mientras Manuel botaba un bote
de remos y se lanzaba con él al agua; pese a sus gritos nadie lo escuchó, y no
tuvo tiempo para salvar la vida del resto de su gente. En cuanto el bote cayó a
la superficie, Manuel empezó a remar sin mirar atrás, ni siquiera cuando
escuchó un monstruoso bramido, los gritos destemplados de sus hombres, y un
aterrador eterno crujido de veinte segundos, que fue lo que duró la agonía de
su fiel barco.
Manuel remaba con
todas sus fuerzas. Sin saber cuántas millas faltaban para llegar a la caleta,
seguía luchando contra las olas y la marea, para intentar salvar su vida de la
ira de la mar, quien solamente estaba cobrando el justo precio por el desprecio
del hombre a las reglas de la vida. De pronto una extraña vibración remeció su
bote, y justo frente a él apareció una descomunal bestia, mezcla de cachalote y
calamar, que al verlo reconoció en él a quien siempre había cumplido con su
ofrenda, por lo que luego de bramar, se hundió en las profundidades de su
reino. Manuel alcanzó a ver, pese al miedo, que el monstruo traía enredado en
lo que podría corresponder a su cabeza, un pedazo de madera en que se alcanzaba
a leer “La Mar”, y que no era otra cosa que un trozo del nombre del barco “La
Marcela II”, en el que había muerto su abuelo por no respetar la eterna
tradición.