La pluma se desplazaba con dificultad sobre la hoja de papel. Cada
letra ofrecía resistencia para avanzar y terminar de brotar sobre la nívea
superficie; parecía como si el metal del artefacto debiera primero labrar un
surco para luego llenarlo con tinta, y así hacer más eterna su permanencia en
la frágil y efímera lámina flexible donde se desplegaba, por medio de palabras,
el alma del escritor. Pese a que el soñador estaba dispuesto a compartir sus
sueños, éstos parecían negarse a quedar expuestos a vista y paciencia de
cualquiera que viera ese escrito.
La mente del soñador hervía en ideas. Una suerte de fiebre parecía
consumir su cerebro, luchando por ser liberada y expresada a quien quisiera o
pudiera acceder a ella. Pese a que el soñador sabía que sus escritos no eran
atractivos para los lectores, no cejaba en su lucha por escribir todo lo que su
mente quería escribir; sin embargo, la velocidad de sus sueños era mucho mayor
que su capacidad de escribir, por lo que a cada rato se encontraba con las
manos acalambradas y los sueños agolpados sin poder salir de su encierro.
El soñador seguía luchando contra la pluma, la tinta y el papel. De
pronto pareció quedarse dormido de la nada, dando paso a las vívidas imágenes
de sus sueños.
Un entorno negro envolvía el sueño. En un lugar cualquiera del
espacio, el nombre completo de una persona aparecía escrito con letras
brillantes, quedando grabado al instante en el subconsciente del soñador, para
luego desaparecer del sueño y dar paso a un nuevo nombre. Así, en los breves
minutos de inconsciencia del soñador, decenas de nombres colmaron su memoria,
los que se agolparon por salir en cuanto abrió los ojos.
El soñador estaba cansado. Su mano ya no era capaz de escribir tan
rápido todos los nombres que lo inundaban cada vez que despertaba. Pese a que
nadie lo apremiaba por escribir, sabía que su demora podía tener consecuencias,
y el hecho que nunca hubiera sucedido no era garantía suficiente que no podía
ocurrir alguna vez; mal que mal, los años no habían pasado en vano, y una
suerte de cansancio parecía estar invadiéndolo día tras día, sin que por ello
dejara de hacer su trabajo.
La pluma se desplazaba con dificultad sobre la hoja de papel. Cada vez
era más difícil escribir sus sueños, pero no podía dejar de hacerlo. Nombre
tras nombre se sucedían en sus sueños, y nombre tras nombre se transcribían a
la hoja de papel. Su huesuda mano a veces parecía no dar abasto, luego de
milenios escribiendo en el libro de la vida el nombre de los que debían dejar
de vivir. Pese a ser la Muerte, no estaba exento de la imprescindible
burocracia del más allá.