El joven sacerdote revisaba nervioso el antiguo misal que había
encontrado esa tarde. Cada letra que sacaba del vetusto libro con la fórmula
que acompañaba el hallazgo, se convertía en un eslabón más de una cadena que no
estaba seguro de querer alargar, ni menos cerrar.
El sacerdote, que no llevaba más de dos meses de creado, gustaba de
juntarse a conversar con los sacerdotes más ancianos de la congregación, dentro
de los cuales destacaba uno, el más añoso de todos, quien había sido rector del
convento y que hacía dos años había abandonado su cargo por problemas de salud.
Ahora el anciano vivía casi enclaustrado en su habitación, saliendo sólo para
lo obligatorio del día a día: ir al baño y al comedor. El hombre se notaba
simpático, conversador y empático con quienes quisieran acompañarlo en el
lugar; sin embargo, en cuanto abandonaba la habitación, se tornaba parco y
ansioso, tanto como para empezar a palidecer y marearse, lo que desaparecía en
el instante en que retornaba al dormitorio. Así, su vida transcurría en el
encierro, la lectura, la meditación, y las conversaciones con el joven
sacerdote, quien parecía una verdadera esponja absorbiendo sus experiencias de
vida.
Esa mañana el sacerdote había recibido la asignación de su primera
parroquia, el logro más importante de su vida, que obviamente quería y
necesitaba compartir con su mentor y confidente de esos dos meses. En cuanto
llegó a la casa de la congregación se encontró en la puerta de entrada con una
ambulancia con todas sus puertas abiertas; el joven sacerdote, temiendo lo
peor, se fue corriendo al dormitorio del anciano, quien se encontraba
respirando con dificultad, rodeado del personal de rescate y de varios de los
sacerdotes del convento, y cubierto de cables y vías venosas por todos lados.
Cuando el joven consultó al encargado de la ambulancia, la respuesta fue
lapidaria: el sacerdote estaba agonizando, y lo único que podían hacer era
apoyarlo para que su deceso fuera en paz.
El joven sacerdote volvió a los pocos minutos, ataviado para dar la
extremaunción a su mentor, autorizado por el rector del lugar, quien accedió
debido a la cercanía que había entre ambos hombres. Cuando el sacerdote anciano
lo vio, empezó a agitar sus brazos y a intentar hablar, sin que pudiera
pronunciar palabra alguna. Luego de ungir a su viejo amigo, éste dejó de
existir con una expresión de angustia al ver lo que el joven había hecho.
El día de su sepultación fue doloroso para todos en el convento, pues
el sacerdote era el más antiguo en el lugar, y nade sabía cómo sería la vida en
la edificación sin sus sabias palabras y acertadas reflexiones. Terminado el
rito, el joven se dirigió a la habitación del fallecido padre, para tratar de
entender su extraña reacción al recibir el último sacramento. Luego de revisar
su escritorio, al ponerse de pie se tropezó con una tabla suelta que había al
lado de una de las patas del mueble. Su sorpresa fue enorme cuando la levantó
con la punta del pie, y se encontró con un espacio ocupado por un antiguo misal
con tapas de cuero, y una inscripción grabada a fuego bajo la tabla, que decía
“Acrónimo con el inicio de cada párrafo”. El sacerdote tomó el libro, buscó el
capítulo 1, y luego de leer las primeras letras de los primeros seis párrafos,
se dio cuenta que escondían un mensaje indescifrable sin la indicación bajo la
tabla.
El joven sacerdote revisaba nervioso el antiguo misal que había
encontrado esa tarde. Luego de transcribir todas las letras iniciales de los
párrafos de todo el misal, y de separar lógicamente las palabras, pudo entender
la expresión de su apreciado mentor: “si vas a dar la unción al dueño de esta
habitación, heredarás su labor de guardián de las puertas del averno,
bienvenido a la morada que no puedes abandonar hasta tu muerte, pues tu
consagración es la cerradura de esta maldita puerta, amén”