El crisol hervía sobre la poderosa llama, manteniendo líquido el noble
metal en su interior, y cauteloso al orfebre para no cometer error alguno en el
vaciado en el molde. Nunca le habían encargado un trabajo tan extraño como ese,
ni nadie le había ofrecido tanto dinero por tan poco esfuerzo.
La muchacha caminaba nerviosa hacia el taller del orfebre. Luego de
meses de búsqueda había encontrado a un artista capaz de hacer las piezas que
ella necesitaba, y que había accedido a fabricarlas luego que ella le explicara
el objetivo de dichas piezas, condición indispensable para lograr el resultado
esperado. Después de una semana de trabajo, el plazo exacto comprometido, el
artista la había llamado a su celular para confirmarle que no había tenido
contratiempo alguno, y que podía ir a buscar sus piezas a la hora convenida,
para llevarlas consigo luego de pagar el saldo pendiente.
El orfebre había roto los moldes donde había vaciado las siete piezas
de oro de 24 quilates, y ya llevaba varias horas en el trabajo de limpieza de
impurezas y pulido de las superficies, para que el resultado dejara conforme, y
en lo posible impresionada a la clienta: nunca estaba de más satisfacer su ego
de artista con la expresión de asombro de quienes iban por algo y recibían un
producto muy por sobre sus expectativas. En este caso, y por la simpleza de las
piezas, la presentación perfecta era imprescindible para lograr su superfluo y
vano objetivo.
La muchacha iba casi agitada, por fin su espera estaba por terminar, y
podría usar aquello por lo que tanto había luchado y en lo que tanto había soñado.
El sacrificio económico había sido enorme, y el personal mucho más aún, por lo
que sólo le quedaba apurar el paso para llegar al taller.
El orfebre por fin podía descansar, las siete piezas de oro estaban en
una caja de madera oscura, cubierta en su interior con terciopelo morado,
esperando a que su dueña llegara a reclamarlas. En espera de ese momento, el
artista revisaba el diagrama que le había dejado la joven, para ayudarla a
colocarse las joyas y cumplir con los deseos de la extraña mujer.
La muchacha llegó al taller. Luego de saludar efusivamente al orfebre,
éste cerró la puerta del taller y llevó a la joven a una sala interior, que
tenía una pequeña mesa con una caja de madera cerrada y una camilla a su lado.
La muchacha abrió la caja y quedó extasiada al ver que el diseño de las piezas
era tal y como ella lo había encargado. Después de cancelar la deuda, había
llegado el momento de colocarse sus joyas, con ayuda del orfebre.
La muchacha se desnudó y se acostó en la camilla con los ojos
cerrados. El orfebre tomó la pieza de oro que tenía el número uno, y lo acercó
a la cabeza de la muchacha, según el diagrama: en ese instante un agujero se
abrió en la parte superior de su cráneo, dejando el espacio perfecto para que
el clavo de oro entrara, y desapareciera una vez se hubiera encajado, para que
luego el agujero se cerrara sin dejar evidencia alguna de su existencia.
Terminado el proceso con los restantes seis clavos, la muchacha se vistió, y
luego de despedirse del artista, salió al mundo con sus siete chakras
conectados y potenciados por el circuito de oro físico que había incorporado a
su cuerpo.