—Estamos en guerra—dijo de pronto de la
nada la mujer.
—Lo sé—respondió indiferente el hombre.
—¿Qué haremos al respecto?—preguntó
ella, algo preocupada.
—Nada—respondió él, sin inmutarse.
—¿No intentaremos detenerla?—preguntó de
pronto la mujer, haciendo que el hombre levantara la mirada y la clavara en sus
ojos.
—Yo no al menos. ¿Tú intentarás
detenerla?—preguntó de vuelta el hombre.
—Al menos pretendo intentarlo—dijo ella,
decidida.
—Que te vaya bien con eso—dijo él,
volviendo su vista a sus quehaceres.
—¿Eso es todo, estamos en guerra, no
intentarás nada, y me dices que me vaya bien en mi intento de
detenerla?—preguntó ella, casi iracunda.
—Tú y yo sabemos que no podrás
detenerla, y pese a ello lo intentarás. No me queda más que desearte suerte en
tu intento, a sabiendas que es tiempo perdido—respondió él, sin levantar la
cabeza.
La mujer quedó en silencio pensando,
tratando de entender la reacción del hombre. Era cierto, su intento no era más
que tiempo perdido, pero algo le impedía quedarse impávida frente a la guerra
que ya había empezado.
—Me voy—dijo de pronto la mujer.
—Espera un poco—dijo el hombre, dejando
de hacer lo que estaba haciendo y poniéndose de pie—. No pierdas tu tiempo, yo
lo haré.
—¿Estás seguro?—preguntó ella, algo
preocupada.
—Sí, a mí sí me harán caso—dijo él,
decidido.
El hombre salió del lugar en que se
encontraba, se dirigió a una explanada donde entró en profunda meditación.
Luego de un par de segundos volvió a su estado normal, y volvió donde la mujer.
—Listo, se acabó la guerra—dijo él,
sentándose para volver a sus quehaceres.
—¿Eso fue todo, nada más ya se
acabó?—preguntó ella, sorprendida—. ¿Y qué hiciste para convencerlos?
—Simple, un par de temblores en todo el
planeta, entré a sus mentes, y les dejé claro que si seguían con su guerra
olvidaría mi promesa y les enviaría un nuevo diluvio, pero esta vez de
cuatrocientos días con sus respectivas noches.