Esa
mañana el teléfono no paraba de sonar, pese a ser apenas las ocho
de la mañana. Las llamadas eran de distintos números, todos
llamaban, saludaban, y luego se quedaban en silencio. El hombre
estaba empezando a incomodarse, pues el patrón era idéntico. En
algún momento llegó a pensar que algún enemigo lo estaba
molestando, hasta que recordó que en su simple existencia no
existían los enemigos, por lo que desechó de inmediato esa idea.
Las
llamadas siguieron repitiéndose esa mañana; el hombre no sabía qué
pensar, pues tampoco se parecían a las típicas llamadas comerciales
que todos hemos recibido alguna vez. El hombre ya estaba cansado de
responder el teléfono para nada. A las nueve de la mañana, algo
cambió en el patrón.
El
hombre se dio cuenta que algo se había agregado a las llamadas; la
voz saludaba, decía una palabra, y luego se quedaba en silencio.
Recordando las películas de espías y enigmas que tanto le gustaban,
empezó a escribir las palabras a ver si hilaban alguna suerte de
mensaje.
Diez
y cincuenta y ocho de la mañana. El hombre temblaba de pies a
cabeza, sus manos sudaban y su mente funcionaba a mil por hora. La
loca idea que tuvo dio una frase que en un principio no tenía tanto
sentido, hasta que entendió que se estaba repitiendo, y que el
inicio no era el que él creía; al darle el orden correcto, el
hombre palideció. Ahí, frente a sus ojos, el papel rezaba “a las
once con cinco te iremos a buscar, a nuestro oscuro reino nos
acompañarás, nada hay que hacer para romper el destino, lee este
mensaje con mucho tino”. El hombre entendía que a las once con
cinco algo pasaría, al llegar las once, su vista se oscureció, una
sensación de opresión el pecho apareció de la nada botándolo al
suelo: en ese momento una entidad, acompañada de cinco entidades
más, se apareció ante su vista sonriendo.