El
perro callejero inició su jornada temprano esa mañana. Con ocho
años de vida ya conocía de memoria cómo desenvolverse en la
realidad de los perros sin dueño: dormía en algún parque a la
intemperie, o a veces cubierto por algún indigente o algún
animalista; comer lo que se pudiera cuando se pudiera y donde se
pudiera; caminar mucho; huir de algunos humanos agresivos que le
lanzaban patadas o piedras, y esquivar unas cosas con ruedas donde se
metían los humanos para moverse. En general el perro despertaba
tarde y muerto de hambre; sin embargo esa mañana despertó bastante
más temprano que de costumbre, por lo que decidió empezar a caminar
de inmediato a ver si encontraba algún delicioso basurero lleno de
comida, o algún humano generoso que compartiera lo que estaba
comiendo.
El
perro inmediatamente se dio cuenta que esa no era una mañana típica:
lo primero distinto era que las cosas con ruedas que debía esquivar
estaban detenidas, sin moverse. Eso era mucho más seguro para él y
sus compañeros, pero definitivamente era bastante extraño. A esa
hora de la mañana aun había pocos humanos en la calle; sin embargo
esos humanos estaban igual que las cosas con ruedas: inmóviles.
Parecía que todo se hubiera congelado en el tiempo, y eso podría
ser un problema si es que la comida también estuviera congelada en
el tiempo.
Algunas
horas más tarde el perro empezó a escuchar quejidos desde algunas
casas: el perro aguzó el oído y pudo escuchar a perros de casa
reclamándole a sus humanos por comida, o porque necesitaban salir a
las calles, o hasta porque necesitaban agua. El perro no entendía
cómo esos animales no eran capaces de procurarse su propio alimento:
en ese momento se dio cuenta que tenía hambre, y que tenía que
buscar alimento en alguna parte.
El
perro caminaba por las calles viendo a los pocos humanos que salieron
temprano paralizados. De pronto encontró un tumulto de perros en un
negocio; el perro se acercó a preguntar qué pasaba, y otro perro
callejero le respondió que un humano estaba abriendo un negocio con
carne y quedó tieso, por lo que muchos de ellos pasaron a sacar lo
que pudieran. El otro perro le dijo que aún quedaba mucha carne pero
que se apurara si es que no quería quedarse con las ganas. El perro
dio las gracias, entró con prudencia, y luego de oler tres o cuatro
traseros y de ser olido otras tantas veces, sacó un gran trozo de
carne con hueso y se lo llevó en silencio a una plaza.
En
la estación espacial internacional la información bullía como olla
a presión. Los efectos del experimento habían causado estragos a la
población mundial. En aquellos países en que era noche casi nada
había sucedido, salvo algunos pequeños accidentes menores; en
cambio en aquellos en que era de día el experimento había causado
innumerables muertos y heridos que no recibirían atención y que por
ello también morirían sin siquiera darse cuenta de ello. Los once
tripulantes no entendían cómo sus superiores habían ordenado
activar los generadores de ondas mentales que paralizaban el cerebro
humano a nivel mundial sin medir las consecuencias de dicha decisión.
Tarde se dieron cuenta que el proceso era irreversible, y que sólo
ellos quedaban como espectadores del fin de la raza humana. Mientras
tanto, el comandante de la estación pensaba si dejaría morir a los
tripulantes de hambre, o si abriría las compuertas para que escapara
el oxígeno y así murieran todos más rápido.