El
hombre aceleraba frenético su vehículo para llegar lo antes posible
a su destino. Diez minutos antes una llamada telefónica le avisó de
un accidente de su hija en el colegio, por lo que dejó todo botado
en su trabajo para ir en auxilio de su pequeña. La inspectora del
colegio le dijo que se tranquilizara, que no había sido tan grave
pero que de todos modos iba una ambulancia en camino para examinarla
y en el peor de los casos trasladarla a la clínica con la cual
tenían contratado el seguro la institución educacional. En cuanto
escuchó esa frase supo que tenía que llegar antes que la
ambulancia.
El
hombre aceleraba como loco, pasando luces rojas, discos pares y
señales ceda el paso. A punto estuvo de atropellar a cinco peatones
y de chocar unas siete veces. En esos mementos nada importaba, sino
sólo llegar rápido al colegio.
Dos
minutos más tarde una patrulla de la policía lo alcanzó con las
balizas encendidas, y se pusieron a su lado para ordenarle que se
detuviera; el hombre aprovechó que un camión iba delante de la
patrulla, aceleró y la perdió sin tanta dificultad. Luego de
terminado el rescate de su hija iría a alguna comisaría a
entregarse y a explicar todo.
El
hombre llegó raudo al colegio, estacionó su vehículo y bajó
corriendo, aliviado al no encontrar la ambulancia. Al entrar al patio
central, se encontró con la peor escena que pudo haber imaginado: la
ambulancia estaba en el patio, su hija estaba sentada en la camilla
de la ambulancia conectada al monitor de signos vitales, el cual se
encontraba con todos los parámetros en cero, mientras la pequeña lo
saludaba efusivamente, y los miembros del equipo de salud se
acercaban a él a preguntarle si él sabía por qué su hija no tenía
signos vitales. El hombre palideció: ahora debería inventar alguna
excusa extraña para ocultar que su hija era un experimento
científico de reanimación de cadáveres, cuyo cuerpo nutria cada
noche con una mezcla creada en laboratorio, mientras de día llevaba
aparentemente una vida normal.