El
escritor se sumergía en su cerebro buscando ideas para escribir. En
el taller literario que tomó para aprender a crear le enseñaron que
la inspiración no existía, pero había descubierto con los años
que al menos en su caso había una suerte de señal “divina” que
le llegaba y que le permitía escribir. Sin embargo, el hombre tendía
a deambular por la ciudad observando el entorno, y era ello en
realidad lo que le daba ideas para plasmarlas en el papel y le
permitía crear para eventualmente ser leído por alguien en algún
momento.
Esa
noche el hombre fue a un bar cerca de su casa a beber algunos tragos
para relajarse y pensar un poco acerca de su creatividad. Luego del
cuarto vaso de destilado su mente empezó a obnubilarse, a ver el
mundo moverse a su alrededor, y hasta a ver las cosas de un color
distinto; de pronto el hombre se quedó profundamente dormido sobre
la barra.
El
hombre despertó como a las cuatro de la mañana; al darse cuenta de
la hora se preocupó, pues el horario de cierre del bar era a las
tres. Al incorporarse, vio a u barman desconocido, vestido
formalmente y con un trato casi de diplomático. El hombre le
preguntó por la hora, a lo que el barman le dijo que no se
preocupara, que las restricciones horarias no existían en ese lugar.
El hombre pidió el mismo destilado que lo había aturdido, el que
fue servido diligentemente por el hombre tras la barra quien luego de
ello, siguió lustrando vasos con un paño blanco.
El
hombre empezó a mirar su entorno; los comensales no tenía nada que
ver con aquellos que estaban cuando él llegó al local. Ahora había
gente ataviada más elegantemente que en un principio, con ropas de
calidad pero definitivamente extemporáneas; el modo de hablar de
todos tampoco parecía acorde a la época. De pronto el hombre se
fijó en las botellas ubicadas en un muro con un espejo en el fondo,
y recién empezó a entender.
El
hombre bebía tranquilamente en la barra. Al verse al espejo y no ver
imagen alguna reflejada en él, su memoria se refrescó. El hombre no
se había quedado dormido sino había muerto de un accidente vascular
en el lugar, quedando su alma capturada en el bar que albergaba a
todas las almas que había fallecido en el centenario local. El
hombre ya no tenía preocupaciones, pues no había dejado deudos, y
su exigua herencia no cambiaría en nada las arcas fiscales del país.
En ese momento su interés estaba centrado en una hermosa joven
ataviada con un traje que parecía sacado de la época del
Charleston, que había muerto ochenta años atrás, y que ahora lo
escuchaba interesada en sus aventuras como escritor.