La estudiante de arte miraba extasiada el cuadro de la última exposición del museo. No lograba entender su propia fijación con dicha pintura: no era la de mejor factura técnica, ni la que expresaba mejor los sentimientos, pero algo en ella la atraía profundamente. Era un cuadro simple: una plaza, una escultura y una mujer pegada a la escultura de espaldas al observador. Ella misma había hecho pinturas de mayor sensibilidad y de mejor nivel técnico, pero no dejaba de atraerla. Algo había en la imagen que le traía recuerdos.
Una vez hubo terminado de ver toda la exposición y de preparar el informe para la clase de arte que estaba tomando, se dispuso a entrevistar a la pintora. Al acercarse, la artista la miró fijamente y al instante empezó a llorar. Uno de sus asesores le explicó que siempre pasaba lo mismo, que en todas las exposiciones miraba a alguien y empezaba a llorar desconsoladamente. Extrañada la joven intentó averiguar algo más pero no obtuvo respuestas. Antes de salir vio a la pintora cubrir con un manto negro el cuadro que tanto le había gustado.
La tarde estaba fresca, una suave brisa corría y hacía volar el pelo de la joven sobre su rostro. Mientras avanzaba por el parque en que estaba el museo y trataba de despejar el cabello de sus ojos, quedó paralizada: ahí, frente a ella, estaba la escultura que había visto en la pintura. Pero el entorno no cuadraba. Lentamente empezó a retroceder y pudo ver ante sus ojos aparecer la plaza que rodeaba la escultura. De improviso un largo bocinazo y un derrapar de neumáticos le anunció el final de la composición: un camión la atropelló, lanzándola sobre la escultura…