El niño se mecía lentamente en el columpio del patio. Las tardes de primavera eran especiales para poder mecerse, y el movimiento en sí le permitía desconectarse del mundo que lo rodeaba. Era tan relajante ver la casa ir y venir frente a sus ojos, que podía estar tardes enteras sin que nadie notara su presencia bajo el árbol de donde colgaba el simple juego. Varias veces lo habían catalogado de autista, por el placer que experimentaba con el cíclico vaivén, y por lo desconectado que parecía estar de cualquier estímulo. Pero él no sabía de nombres raros, sólo de ir y venir en el columpio.
Sus padres parecían no quererse… de hecho se odiaban, y él odiaba ese odio. Prefería mecerse todo el tiempo que ellos se peleaban; así, al volver, intentaba convencerse de vivir en una familia normal y feliz. Con el paso del tiempo el odio crecía y las peleas se hacían más largas. Así, el pequeño pasaba cada vez más horas en el columpio. En algún instante su inocente mente llegó a pensar que el árbol era su casa y el columpio su propio patio, exclusivo para él, donde nadie podía subir sin su permiso.
La última pelea había sido terrible, empezó al anochecer y no parecía tener fin. El pequeño escapó por la ventana del dormitorio al patio, y empezó a columpiarse. A medida que oscurecía el niño temía cada vez más que esta pelea nunca terminara. Era la primera vez que escapaba a su columpio de noche; sin darse cuenta vio salir el sol, esconderse y volver a salir.
La pareja había tenido una pelea horrible, que duró casi hasta el amanecer. Luego de levantarse al día siguiente se dieron cuenta que no podían seguir peleando, que debían hacer las paces si querían seguir siendo familia. Decidieron irse el fin de semana lejos de todos, para poder limar todas sus asperezas. Cuando volvieron tres días después, recordaron que no habían encargado a nadie a su hijo…
El niño se mecía lentamente en el columpio del patio. Su cuerpo inerte se balanceaba con el viento de la primavera; su alma por fin podía vivir dentro del árbol y su columpio…