El viejo hombre seguía sentado en el banco de la plaza, mientras la vida seguía a su alrededor. Un perro se acercó a olerlo y se alejó, un par de palomas comieron algunas migas que quedaban en el piso bajo él, un basurero vació el contenedor de esa esquina, un ladrón corría perseguido por dos policías. Pero la vida parecía no importar para él; luego de sesenta y tres años en el planeta se había dado cuenta de su intrascendencia, por lo que decidió dejarse estar hasta que el destino dijera que era el tiempo. De eso ya habían pasado siete años, en los cuales no había hecho nada más que pensar sin encontrar respuestas a los nueve ciclos previos de siete años que había vivido.
Su apariencia no pasaba inadvertida: no era frecuente ver a un viejo sentado en la plaza con un terno de esa calidad. Al parecer le había ido bien y ahora estaba cosechando su siembra de joven. Y pese a no sonreír no parecía triste ni enojado, sino meditabundo. Algunos decían que era un sabio, que ya casi llevaba siete años meditando en esa plaza.
El viejo hombre seguía sentado en el banco de la plaza. De pronto su semblante cambió: había descubierto su modo de trascender. Esos siete años pensando (que justo se cumplían ese día) podían serle útiles a alguien más. Sí, escribiría, grabaría o filmaría toda su sabiduría alcanzada en ese tiempo. Mas justo al decidir, la inmortalidad le dijo a su corazón que el tiempo había llegado. Quienes encontraron su cadáver en la plaza contaban que en su cara había una mezcla de alegría y frustración.