Los niños jugaban felices a la pelota. En el poblado era esa la entretención posible para los pequeños, donde lo único que se hacía era cultivar granos y criar cabras para no morir de hambre. Era casi incomprensible para los adultos que los niños olvidaran el hambre y las enfermedades persiguiendo esa simple esfera y pateándola para intentar meterla entre dos montículos de tierra que hacían las veces de arco.
Un par de meses antes había llegado a esas sufridas tierras un joven misionero, que parecía un copo de nieve al lado de las quemadas pieles de los pobladores. El muchacho había llegado a enseñarles acerca de un dios único, que pasaba sobre la pléyade de deidades que controlaban sus vidas y muertes. Junto con esas locas ideas y unos incomprensibles atados de papeles que trataba con veneración, el misionero había traído una esfera de cuero con la cual enseñó a jugar a los niños. Desde ese día las caras de los pequeños conocieron la sonrisa.
Los niños jugaban felices a la pelota. De pronto saltó lejos luego de una brusca patada de uno de los pequeños, cayendo en las fauces de los perros, quienes la disputaban desde la nariz y las orejas. Al parecer la entretención volvería cuando el brujo decapitara al siguiente misionero.