Mientras hojeaba el viejo álbum de fotos familiares, los recuerdos llenaban la mente de la joven cajera del banco. Cada foto reflejada en el fondo de sus ojos despertaba algún sector de su pasado que la hacía emocionarse hasta decir basta: de hecho más de una lágrima había rodado por su terso rostro al ver imágenes congeladas de su vida.
Al hojear el álbum entendía el romanticismo de las fotos impresas en papel. En plena era digital, donde todo se reducía a una cadena interminable de ceros y unos, cuyo sentido debía ser interpretado por un procesador para transforma esa cadena en un texto, una fotografía o un video, el poder palpar las imágenes impresas en el papel fotográfico le daba la sensación de entrar a dicha realidad congelada en el tiempo. Pero hasta ese papel tenía sus límites.
Hacía tiempo ya que no veía a su familia, y los recuerdos de las imágenes nunca eran suficientes. Esos momentos reflejados y guardados en el papel fotográfico no eran capaces de llenar sus carencias afectivas. Y aunque doliera, debía verlos nuevamente para sentirse un poco más viva. Así pues se dirigió al sótano, encendió las luces del congelador y entró a ver, luego de años, los cadáveres congelados de todos aquellos a quienes quería y que alguna vez intentaron alejarse de su lado…