Mientras el manto de la noche caía lentamente sobre la fría ciudad, el anciano recorría las estrechas y lúgubres callejuelas del barrio bohemio. A esa hora, en el crepúsculo, ya era posible encontrar borrachos durmiendo en el piso, abrigados por perros tan mal cuidados como ellos. El hedor a humanidad (alcohol, tabaco, vómito y sudor, todos mezclados) se hacía evidente a cada paso, recordándole al anciano su juventud, cuando tenía los medios para emborracharse y dormir la borrachera en la calle; ahora con suerte le alcanzaba para comer malamente.
De improviso la diosa fortuna pareció sonreírle: ahí, al medio de la calle, había una botella con la mitad del contenido. Con suerte sería algún licor medianamente pasable, con algo más de la misma sería algún veneno que lo ayudara a terminar con el sufrimiento que significaba para él la vida. Pero al parecer la sonrisa de la diosa era sólo de burla, pues al beber el contenido no sintió más que agua por su lengua y paladar, y la muerte no pareció acercarse a su patética existencia.
Dos cuadras y seis borrachos más allá, su corazón se detuvo bruscamente y cayó fulminado al suelo: al fin la muerte lo había venido a buscar, o al menos eso parecía. Extrañamente en el instante de su muerte sintió algo como un tirón interno, luego de lo cual recobró el conocimiento. Por lo visto no había sido más que un desmayo; al empezar a caminar notó que lo hacía con sus manos y sus pies, y de pronto se sintió desnudo pero sin frío. Al ver sus manos en el piso y verlas peludas, delgadas y sin sus dedos, cayó en cuenta: buscó una vitrina para verse, y descubrió que el elixir de la botella lo había convertido en perro. Al parecer la diosa fortuna no le había sonreído, pero sí guiñado un ojo; nunca más pasaría frío con su pelaje, y ya no habría más hambre, pues si nada encontrara en los desechos para comer, aún tenía el vómito de los humanos…