El matarife estaba listo para cumplir su labor. Tenía todas sus herramientas preparadas, afiladas y ordenadas según el uso que les debía dar. Él era casi un artesano en su rubro, uno de los mejores de esa mal mirada estirpe: nadie había mejor que él para destazar y separar cada pieza y sección, dejando todo listo para su posterior uso y consumo. Bajo sus siempre bien afiladas hojas nada se resistía, y sus cortes eran tan limpios que muchas veces eran usados de ejemplo para las escasas generaciones continuadoras de tan innoble pero indispensable trabajo.
Siempre ese tiempo de espera era incómodo para él, pues pese a no ser un gran letrado ni instruido, era capaz de reflexionar acerca de su trabajo y las implicancias que éste tenía. Pero una vez hubiera muerto el cuerpo, y él empezado su labor, todas las ideas desaparecían de su mente y cumplía perfecta y rápidamente con el trabajo que sabía.
Cavilando se encontraba cuando recibió la señal, al lado de la cama de la joven asesina que estaba agonizando en la habitación de la clínica. En cuanto falleció y el alma se desprendió de su cuerpo, el ángel vengador la capturó y se la entregó al matarife, quien destazó rauda y precisamente esa alma pervertida y consagrada al mal, para luego repartir sus trozos en los distintos confines de varias dimensiones y así colaborar a la sagrada misión de eliminar la maldad para siempre.