El artesano estaba por terminar su trabajo. Era el más reconocido maestro japonés en la fabricación de katanas, y todo samurai que se preciara de tener cierto nombre en el imperio, debía mandar a hacer su katana con él, sin escatimar en recursos. Todos los trabajos tenían su sello particular de sacrificio y esfuerzo, lo cual estaba incluido en el precio de cada espada.
Diez años hacía que había empezado ese trabajo especial. El propio emperador lo había llamado cuando su hijo tenía once, para encargarle la mejor katana que pudiera construir, y le dio diez años de plazo, pues se la regalaría cuando cumpliera con su entrenamiento, a los veintiuno. Así, durante diez años trabajó hasta lograr una verdadera obra de arte, que estuvo lista para el día del cumpleaños del príncipe.
Como era menester, la hoja de la katana debería ser probada en un cuerpo, de preferencia en el cadáver de algún criminal, para ver si actuaba tal como se esperaba. Pero el artesano le dijo dos días antes al emperador que una hoja de esa calidad merecía ser probada en un cuerpo vivo; por eso fue llevado a palacio un criminal condenado a muerte para ser ajusticiado por el príncipe, y así probar la hoja. Cuando llegó el artesano con el regalo desenvolvió la espada del manto de seda que la cubría y de rodillas la entregó al hijo del emperador. Sin mirarlo hizo un ademán para que se llevaran al criminal, y él mismo descubrió su torso para ser la prueba de la hoja. Tanto el emperador como su hijo, y toda la gente de palacio estaban perplejos, hasta que leyeron el tatuaje que tenía el artesano en su pecho: “si la hoja es suficientemente buena, moriré sin dolor y con el honor del deber cumplido; sino, no vale la pena seguir viviendo”…