El viejo y cansado jinete termina de prepararse para la misión. Sus superiores le habían avisado que el momento había llegado, y al fin se vería si toda esa larga y tediosa preparación había servido de algo. Mientras terminaba de vestir el extraño uniforme que nunca le gustó, pensaba en lo terrible del momento. Siempre le habían dicho que en algún instante sucedería, que se sabía que tarde o temprano tenía que ocurrir, pero como siempre, al llegar ese momento que ha nadado por largo tiempo en el mar de la incertidumbre, se siente como demasiado luego, y que faltaron cosas por hacer para evitar un mal mayor.
El jinete sale de sus aposentos luego de orar para que su misión llegue a buen fin, si es que su fin pudiera catalogarse de bueno. Con parsimonia y algo de cansancio por la casi eterna espera se acerca a las caballerizas. Ahí, junto al cuidador, estaba el jamelgo que lo llevaría a cumplir su cometido. Su viejo y fiel caballo también estaba ataviado para la ocasión, con las vestiduras propias del momento; en cuanto lo vio acercó su mano al hocico del noble animal, que inmediatamente empezó a juguetear con sus gruesos labios en la palma del jinete, que le sonreía y acariciaba sus ya amarillentas crines. El cariño y la complicidad entre ambos era incuestionable.
Mientras jugaba con su caballo, los otros jinetes se acercan a la caballeriza; sin mediar palabra entre ellos, cada cual se aproxima a su respectivo caballar para jugar o acariciar a quienes los guiarán en el terrible destino que cada vez les aguardaba más cerca. De pronto, una voz les da la orden de salir. Cada cual monta su caballo y se acerca a las puertas de salida.
El viejo y cansado jinete sigue la fila en el lugar que le corresponde. Por lo menos no era el primero ni el último; su tercer lugar entre los Cuatro, tal como dictaban las escrituras, era el más adecuado para el jinete de la enfermedad y la muerte…