La dulce voz de la cantante llenaba el ambiente. Cada nota que leía de la partitura grabada en su mente y transformaba en canto era capaz de enternecer al más insensible entre los insensibles, y la potencia de su voz opacaba cualquier otro intento de ocupar dicho espacio acústico. Sin embargo su canto reflejaba sufrimiento.
La joven soprano era la revelación del bel canto de su país. Con sólo dieciséis años había conquistado todos los escenarios del continente, y ahora esperaba el resultado de las negociaciones de su manager para empezar una gira que la llevaría por el viejo continente. Había comenzado sus clases intensivas a los ocho años, y sus padres decidieron cambiar de profesor a los catorce; esto sumió en una pena inconmensurable a la niña, quien se había encariñado con quien la había guiado por el camino de la música, y había truncado las esperanzas del maduro profesor, quien veía en la muchacha su última oportunidad de hacerse un nombre en la lírica mundial.
Esa mañana la chica había salido al ensayo de la nueva ópera que montarían, y que tal vez sería la despedida antes de iniciar su periplo internacional. De improviso reconoce a su profesor, el cual la saluda cariñosamente y la invita a su casa a tomar algo; luego de la taza de café, se quedó profundamente dormida…
Cuando despertó, la muchacha se encontraba frente a un micrófono; su profesor estaba sentado a su lado, y había un extraño mecanismo conectado al equipo de amplificación. El profesor activó la base de sonido, y empezó a sonar una pieza conocida por la niña, quien instintivamente empezó a cantar. Cuando quiso terminar, el profesor le reveló el secreto oculto en el mecanismo de amplificación, que no era otra cosa que una poderosa bomba que se activaría en cuanto la muchacha dejara de cantar. El profesor había logrado el objetivo de ser el último en escuchar a su querida alumna.