La joven deslizaba lentamente la hoja de la navaja por las venas de su muñeca. Había revisado un libro de anatomía, así que sabía dónde cortar para poder morir desangrada sin cortarse los tendones de las manos y así poder seguir cortando las venas de su otra muñeca, y si las fuerzas la acompañaban, intentar degollarse. La vida había llegado a un punto sin retorno, y ya nada valía la pena. El filo de la hoja era lo único que su ya desensibilizada alma era capaz de sentir. Luego de haber abortado al fruto de la violación de su padre por la golpiza que éste le dio al saber que estaba embarazada, y de haber sido rechazada por su madre, quien prefería mantener todo como estaba con tal de no tener que valerse por si misma en la vida, había decidido terminar con todo. La chica esperó a que sus padres se quedaran dormidos borrachos, y cuando estuvo segura que no serían capaces de despertar, mató a ambos a martillazos en la cabeza, sin sentir por ellos más que el asco de la sangre salpicando su rostro. Desde ese día empezó a vagar por las calles, conociendo gente con historias tanto o más turbias que la suya, y que no habían podido cerrar sus capítulos por no atreverse a hacer lo que ella hizo. Así, se decidió a ayudar a quienes sufrían lo mismo que ella, y se dedicó a matar a todos aquellos que hacían sufrir a la gente que pasaba por cosas similares a la que ella pasó. Sin embargo a poco andar se dio cuenta que muchos de ellos sentían más dolor al quedar solos que al seguir en el círculo de la violencia, pues era lo único que conocían como vida, y ahora no tenían nada. La muchacha no entendía, y ya no quería entender: al parecer el destino del dolor era mejor que el de la insensibilidad…