El juez terminaba de revisar todos los antecedentes del imputado. El fiscal había hecho un prolijo trabajo, luego de los seis meses que demoró la policía en capturar al psicópata que había violado y descuartizado a veinte mujeres durante un año. El caso había remecido a toda la ciudadanía, que tenía en vilo a todas las mujeres jóvenes del barrio más acomodado de la capital, quienes ya no se atrevían a salir solas por el temor de caer en las garras del desalmado que las raptaba, violaba, asfixiaba, trozaba y finalmente repartía los restos por los distintos basurales de la ciudad.
El juez estaba frente al gran caso de su corta carrera profesional. Luego de llevar cinco o seis años viendo delitos menores o de baja connotación social por su habitualidad, ahora le había sido asignado la responsabilidad de fallar en un caso que estaba marcando la historia del país. Con todos los antecedentes, testimonios, pruebas y declaraciones, no quedaba más que declarar culpabilidad y dictar la pena capital, para así pasar a los anales de la justicia como uno de los jueces que se atrevió a hacer justicia de verdad. No importaban los grupos pro vida ni nada: la necesidad de venganza social estaba por sobre todas las cosas.
El juez encara al acusado en la lectura de la sentencia. Todos los medios de comunicación registraban cada palabra del juez, mientras el imputado miraba al piso buscando una explicación a tamaña injusticia, pues aún no lograba entender el porqué de su detención. Sabía lo que venía, pero no sabía qué había hecho para merecer algo así. Una vez terminada la lectura de la sentencia y de declarar frente a todos los medios, el juez se retiró a su oficina. Un leve atisbo de pena se dejó entrever en su alma al saber que estaba sentenciando a muerte a un inocente; por lo menos el pobre desgraciado no sufriría al morir como todas esas jóvenes. Sólo dos detalles lo angustiaban: qué haría para no seguir matando, y qué pasaría si luego de la ejecución encontraban los tres cadáveres que faltaban…