Ausencia
Las calles vacías le permitían caminar a sus anchas. Era increíble darse el lujo de caminar a la velocidad que se le antojara sin preocuparse de todo el gentío que pululaba día tras día y que obligaba a caminar como una masa gigantesca. A veces imaginaba que en esas cuadras eternas cada cual perdía su individualidad y el todo de gentes hacía un nuevo ser vivo que no pensaba sino sólo reaccionaba según las luces del semáforo siguiente. Eso la incomodaba notoriamente, pues algo que adoraba y defendía a brazo partido era su individualidad y su metro cuadrado.
Mientras caminaba por las vacías calles no lograba entender el porqué de tanta soledad. No era feriado ni fin de semana, lejos estaba el período de vacaciones y en una ciudad con tantos millones de habitantes era poco probable que se diera lo que estaba viviendo. Era tal la soledad en las calles que a poco andar volvió a su casa para ponerse la falda más corta que tenía y que jamás se atrevería a usar en otras circunstancias; ahora podía deambular sin temor a que a cada paso quedara a la vista lo que nadie necesitaba ver.
La muchacha empezó a asustarse. Por curiosidad empezó a fijarse en las ventanas de los edificios frente a los cuales pasaba, y no veía vida en ninguna de ellas. De pronto notó que ni siquiera perros callejeros, gatos ni palomas ocupaban las calles. Fue imposible que notara que en el mismo espacio que ella usaba, pero en la dimensión normal que todos usamos, la vida seguía sin reparar en su ausencia.
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