Mientras la botella de vino dejaba sentir su olor por toda la mesa, y el candelabro iluminaba disparejamente todo a su alrededor, los comensales en silencio comían la cena. Cada uno de ellos miraba fijamente su plato sin levantar la vista, como si estuvieran preocupándose de cada detalle del diseño de la vajilla y el cubierto. Cada cual comía a su velocidad y con sus modales, sin intentar fijarse en quienes los rodeaban.
La puerta del fondo se abrió, y un viejo y enjuto mozo empezó a retirar los platos, sin preocuparse de si los comensales habían o no terminado. En cuanto éste salió con su bandeja llena, apareció otro, joven y regordete, con el segundo plato que sirvió prestamente a todos los habitantes de la mesa. Todos los comensales siguieron comiendo, casi automáticamente en cuanto les cambiaron los platos.
Pasado un tiempo prudente la puerta se volvió a abrir. El enjuto viejo empezó a retirar los platos. Algunos de los comensales intentaron resistirse, pero de nada les valió pues el mozo les quitó a la fuerza los cubiertos y la vajilla a todos. En cuanto desapareció, el regordete entró con una bandeja llena de copas que puso delante de cada uno de ellos. Luego de dejarlas todas perfectamente alineadas tomó la botella de vino que reposaba en la mesa desde el principio de la cena, y sirvió las copas de modo tal que todas recibieron la misma cantidad y la botella quedó absolutamente vacía. Con temor tomaron las copas , y luego de levantar la vista y mirarse entre sí, los doce comensales bebieron sin respirar sus respectivos contenidos: el amargo vino se encargó de mantenerlos en ese estado eternamente, como pago por no haber sido capaces de seguir hasta el final a quien creían su mesías…