Historia de Sangre ©2007 Jorge Araya Poblete
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Capítulo XXVI: Continuidad
Sir Ian Blood era un típico caballero nombrado por su majestad el rey, que pese a no ser nativo del reino ni residir en dichas tierras, prestaba constantes favores a la corona, lo cual le permitió disfrutar del título, el castillo y la manutención de la mano de quien él servía. Su vida transcurría sin mayores contratiempos, era querido en su tierra y respetado fuera de ella. Los orígenes de su familia estaban lejos de ahí, y todos sus ancestros habían vivido por generaciones en la misma ciudad, pero él había decidido buscar nuevos rumbos, lejos de la rancia tradición que lo precedía. Además, el título nobiliario que tenía era sólo de él, se lo había ganado y no tenía relación con el condado que pasaba de primogénito en primogénito en su familia, y que ya estaba casi como un mero adorno en la firma de su familia. Por otro lado, su título de caballero era de un reino mucho mayor, por tanto revestía más peso social que el de su familia. De todos modos, ello no le preocupaba, no ayudaba al rey por trabajo sino por simple simpatía. Era, en toda la extensión de la palabra, un caballero.
En las tierras altas, el lugar donde estaba enclavado su pequeño castillo, disfrutaba de su soledad. Hacía años había decidido no casarse ni tener hijos: pensaba que el mundo estaba ya demasiado poblado y agresivo a mediados del siglo y la década en curso, por lo cual no valía la pena traer más sirvientes a su majestad; ya tenía suficientes. Su vida giraba en torno a hacer acciones tendientes a favorecer al rey en el ámbito que éste necesitara y donde él lo dispusiera; así, gran parte de sus días los pasaba viajando. Cuando no trabajaba para la corona, sir Ian se dedicaba a leer y a pintar. De hecho su inclinación hacia las artes había hecho correr ciertos rumores acerca de su sexualidad, los cuales lo divertían bastante y le servían para reírse un poco de quienes inventaban esas historias; Ian gustaba de las mujeres, pero no se veía viviendo, comiendo o despertando todos los días con una de ellas en su castillo. Durante sus viajes tenía algunas aventuras aisladas, pero nada que pudiera llegar a considerarse una relación de pareja. Además era supersticioso y temeroso de los secretos de su familia: había una leyenda que pasaba de generación en generación, de padre a hijo, que decía que cada diez generaciones de la casta de los Blood nacería un hijo varón inhumano, antropófago, casi monstruoso, con poderes sobrenaturales e inmortal. Si bien es cierto no llevaba la cuenta exacta de las generaciones desde la fecha de la leyenda y su mente racional le impedía creer tal disparate, su indecisa fe y el peso de la tradición lo marcaban, y por ello no quería correr dicho riesgo, por muy diminuto que fuera; además, un antepasado muy lejano de él había desaparecido sin dejar rastro alguno en una extraña ciudad lejos de todo, que era conocida por su famosa universidad y por la leyenda: desde esa fecha y por siglos en los poblados cercanos ocurrieron muertes sangrientas e inexplicables...
Una tarde de primavera, sir Ian paseaba a pie por sus tierras, vigilando los viñedos pues se acercaba la época de la cosecha para iniciar la producción de su exclusiva reserva de vinos, que más que un negocio le servía de carta de presentación en los encargos a los que lo destinaba el rey, cuando una bella y distinguida joven de negra cabellera y oscuros ojos se acerca a él por el camino principal a caballo. Fijándose en su roja cabellera y verdes ojos, la joven le pide ayuda pues se ha extraviado; su caballo se había desbocado y por tratar de controlarlo sin caer, había perdido completamente su rumbo. Sir Ian, haciendo gala de toda su caballerosidad ofrece a la joven la hospitalidad que todo caballero de la corona que se preciara de tal debía, y lleva a la joven y su caballo al castillo para que descansen y poder enviar luego a alguno de sus empleados en un carruaje al poblado más cercano con la dama para que pudiera seguir su camino. Tal vez le llamó la atención la poca prolijidad de la vestimenta de dicha joven, pero eso era explicable por la loca carrera de su cabalgadura; inclusive su lenguaje era algo burdo, lo cual era bastante llamativo en esas tierras, pues las damas tenían una exquisita educación en la etiqueta, y ello era lo que las diferenciaba de las desafortunadas y las licenciosas… pero pese a todo eso, sir Ian cumpliría lo ofrecido: sea como fuere, un caballero no tiene boca ni memoria...
Cuando iban llegando al castillo, sir Ian sintió ruido de cascos a la distancia, que poco a poco aumentaban en intensidad; al intentar girar para ver de qué se trataba, recibe un fuerte golpe en su cabeza, que lo deja fuera de acción pero no inconsciente. Con pavor nota en la mano de la joven un grueso palo con algo de sangre, y una extraña mueca mezcla de sorna y resentimiento. Al poco rato cuatro jinetes llegan raudos junto a ella, que definitivamente no cuadraban con el estereotipo del hombre de bien. Entre risas y macabros comentarios acerca de qué hacer con el “cuerpo” una vez terminado el “negocio”, lo arrastran dentro del castillo y empiezan a descerrajar sus cajones y baúles en busca de dinero, joyas y oro...
Alertados por los ruidos y las voces, la pareja de viejos mayordomos se asoma a mirar: ellos habían sido criados de su familia, lo habían visto nacer y crecer, le habían curado sus heridas de niño, enseñado a cabalgar y disparar, alimentado, bañado y protegido; y cuando decidió seguir su camino la pareja, que tampoco tuvo hijos, le pidió a sus padres que los dejaran seguirlo y acompañarlo, con el compromiso de tratarlo casi como a un hijo... Al verlo en el suelo ensangrentado se ahogó un grito en sus gargantas, pero fueron vistos por los ladrones. Al oponer resistencia, el hombre fue brutalmente golpeado hasta morir frente a su esposa y a un sir Ian, que lentamente recobraba su conciencia, pero demasiado lentamente... con estupor vio que la joven sacaba un cuchillo de su vestido, y pese a los ruegos de la anciana, la degolló. Para ese momento sir Ian logra incorporarse, y tomando un viejo mazo con puntas metálicas (herencia de algún ancestro) que estaba colgado como adorno en la pared, arremete con odio contra los hombres, quienes no supieron qué fue lo que los reventó. La joven vanamente intenta apuñalarlo, pero el cuchillo y su mano cayeron al suelo al primer golpe... al verla sangrando, indefensa, Ian sintió una extraña sensación: bienestar. La escena ante sus atónitos ojos era dantesca: su segundo padre había sido masacrado y yacía ahora en el suelo, la mujer que había guiado sus pasos había muerto desangrada sin siquiera oponer algo de resistencia...y la joven causante del término de su vida tal como la conocía, sin su mano y arrodillada en el suelo... no, esa perra no podía morir tan rápido...
Luego de encadenarla en un viejo calabozo y cauterizarle con un hierro hirviente el muñón del brazo, procedió a violarla y golpearla repetidas veces, hasta saciar todos los instintos ocultos que se liberaron esa fatídica tarde. Una vez acabó con sus aberraciones, y sin ningún remordimiento, cerró y trabó la puerta por fuera, dejando sólo la rendija para alimentación abierta. El monstruo manco de cabello y ojos negros jamás volvería a ver su roja cabellera y sus verdes ojos ahora sin vida...
Luego de casi un año de alimentar por la rendija del calabozo a la asesina, una noche escuchó los gritos más horrorosos que habían brotado de la garganta de una mujer alguna vez. Bajó armado, abrió la celda, y con estupor presenció una escena incomprensible: una pequeña criatura se movía bajo ella, completamente mojada y ensangrentada, aún con el cordón umbilical unido a su ombligo, mientras engullía su placenta. La mujer, por su parte, estaba muerta, colgando de los grilletes a los que se amarró para poder parir, creyendo que ese hijo podría comprarle el perdón… Ian estaba asistiendo al cumplimiento de la maldición de los Blood, lo que para ese instante ya no tenía importancia alguna. Cuando el engendro terminó de devorar la placenta, Ian soltó el cadáver de la mujer por si el monstruo quería comer sus restos. Al salir, dejó la reja abierta.